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Cerrado por derribo

¡Jolines, lo qué te quise!
Si tu supieras, no te lo creerías.
No me lo creo ni yo, a veces.
No tienes que disculparte: márchate si quieres; no quiero ni puedo detenerte.
Solo sé que te amé como no he amado a nadie más en esta vida.
Sé que no volverás, y ya no me duele, ni me sorprende.
Hasta hoy creí que lo harías.
Me va a costar convencer a mi pequeña que te has ido para siempre.
Está bien, sé feilz.
Está bien, olvida lo que vivimos.
Está bien, no mires atrás.
Cuando mis ojos se cansen de ser llanto, yo también seré feliz. Nos lo merecemos.
Te perdono, marcha en paz.
Olvídame como yo te olvido a ti: cada día un poco más, cada día un poco menos.
Creo en mí y creí en nuestro amor y ahora solo me queda uno de los dos.
Tengo una estrella en la mano y me acompaña al escribir estos versos.
Está desteñida y borrosa, no parece querer compartir lo que pienso y lo que siento.
Ya no brilla, ya no habla, ya no destaca en el cielo negro de tu partida.
Está suspendida, como sin ganas y flota sola en el mar del firmamento: demasiado grande sin ti; muy extenso desde tu partida.
¿Qué hace sola en medio de la nada?
¿Qué hace allí desnuda y agraviada, temblorosa y resistente, débil y reluciente?
Queriendo ir a buscarte y sabiendo que no te encontrará...
Tú estás resplandeciendo en otra constelación, allí donde te fuiste para no compartir el espacio conmigo.
Allí, donde muero por contemplarte de lejos, aunque mi voz no te toque, como dijo Neruda.
Allí, donde despiertas a la vida y yo muero en soledad.
Te perdono sí, porque nadie más lo hará.
Me despido siguiendo el consejo de Sabina: estos son los últimos versos que te escribo.




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