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Carta última

...Y en cuanto a mí, no hay de qué preocuparse:
el jugo de un hollejo a medio masticar corre por mi barbilla
como un río muy lento.
 
Circula por arrugas,
bordea los cañones,
cae sobre las hojas del periódico.
 
Suena como lluvia en un techo.
 
Termino de sorberlo
lo mismo que si despertara de una pesadilla
o algún escalofrío tanteara mi espinazo.
 
Dedos de algo o de alguien
vienen a descartar cuántas teclas no suenan.
Y me retracto hasta escupir sobre el periódico esa porquería
donde se abrazan un hollejo y una mosca.
 
Muerta como una reina en mala colchoneta,
debió meterse por un olvido mío.
O fue que vi ese nombre en el periódico.
 
“Dulzura de mi encía”, recuerdo haberle dicho
y alguna vez sentí deseos de violarla.
 
La violé.
De ahí vienes tú.
 
Como fruta de injerto trajo pocas semillas,
lo suyo fue dejar pellejo y cáscara.
Y ahora que aparto la basura,
vengo a dar con su nombre en estas necrológicas.
 
Un hollejo. Una mosca. En el periódico
el nombre de una muerta al que rodean nombres de batallas.
(La guerra hace notable a cualquier lugarejo
no importa qué haya significado en siglos su topónimo.)
 
Volverás a encontrarla
tal como yo me encuentro con la mía.
De noche,
zafado de toda responsabilidad,
me suelto,
orino
y unos minutos antes de despertar
navego por el curso caliente de mi madre.
Fluyo en cuna de oro.
 
Porque llega el momento de olvidar las continencias
aprendidas tempranamente.
 
Alguien te avisará para que vengas.
 
No tienes por qué hacerlo,
a esas alturas no voy a reprochártelo.
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