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alimentar a la bestia

en ese momento, llegó a tal punto de la muerte que siguió viviendo

Todos se despedían, en un día que era todos los días. El rose constante de una herida y la constancia de una fiebre que era física incluso en el recuerdo. Como manchas en la percepción, una pausa fue entonces la muerte, engañosa. Ese día, la muerte abrazo en el olvido a quienes sabían que día era; los demás incautos no se enteraban.
Y ellos se despedían, se observaban los dientes, pensaban: para siempre y la paz, que tortura es saberse mortal. Cada instante, desde el llanto al inicio de la vida (otra cosa más en que creer, de ahí la imprecisión  del sentido de las cosas), es un derrame a coágulos de lo más precioso, un jarrón del cual eres derramado para manchar (en una caída constante y que asemeja una espiral convergente) el rincón más pequeño de la existencia. Algunos lloraban, como naciendo de nuevo; otros se desesperaban, no por la pena o la nostalgia, sino por algo más hórrido: el dolor de la inconsistencia de lo que “se sabe”, el paradójico final y lo ineluctable del tiempo; se arrancaban los pelos, se golpeaban fuertemente la cabeza, como queriendo eliminar la idea  o al menos la conciencia de la misma, tal vez para no sentirse menos vivos, menos reales. Se sentían contradictorios a la realidad, les irritaba sentir el paso lento del tiempo, a pesar de saber que este ya no avanza, que el futuro es el pasado y todo momento ya ha sido. Se concebían  fútiles, para trascender (el fin supremo de la vida) y para aceptarlo. Un ser seguirá vivo hasta que muera. Algunos ya se creían muertos, innegable. Ese choque entre lo que se cree y se siente, es molesto. Eso era lo que los molestaba. Los molestó, al menos solo por un día, ese día en que todos se despidieron; todos se rindieron o lo aceptaron, intentando darle un sentido prefirieron el olvido. Ese olvido era la muerte, la muerte, la muerte, la muerte. Quisieron en fin, matar a la muerte.




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