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Un cuento idiota que la Luna ilumina

Mi alma se contenta con el día a día
ayuna de tempestades y tribulaciones,
leyendo en el campo, inspeccionando las nubes,
pero que bastante teme y detesta su futuro;
en mi habitación gozo con mis pequeños logros,
me jacto de lo pensado que no tuve el torcido
orgullo de pasar a escrito, rememoro
el cuerpo de Marta haraganeando en una hamaca
de Agosto, no me disgusta el estado autosuficiente
en que terminó mi soledad y soltería, y mi razón
no enloqueció aún, y ya pasó aquella
sangre salvaje e infeliz de puma joven.
 
Pero, a veces, en mitad de la noche se agita una sombra.
¿Moriré? ¿La vida discurre hacia un tenebroso fin
absoluto y al más absoluto olvido? Y se angustia
mi pecho bajo las estrellas como flota la imagen
de la niñez ociosa en los ojos de un viejo emperador.
Si es bendición y amanecer el estar vivo, si es el cielo
mismo ¿a qué morir como mueren las rosas,
como muere la flor del limonero, como muere la nieve
disuelta en agua anónima? Y mi alma grita No,
tirita de pánico, y desea reinar inmortal como el augusto Tiempo.
Lenta en la vaga nada se adivina el temor y temblor.
 
Pero al demorarme por las galerías profundas de mi mente,
al meditar como un barco lento y seguro sobre la mar,
asoma el anhelo cierto de que la Luna iluminará nuestra
historia de escombros y decepciones, de que el asesino
no triunfará sobre la víctima, de hilarante claridad tras la lluvia.
«Todo irá bien», murmura una voz muy adentro.
«Al final, todo irá bien», dice una voz dulcemente.
 
Esta es mi fe, por naturaleza, por ciencia,
la de un Dios igual a un hombre limpio y delicado
que toma mi mano afiebrada y me susurra al oído:
«Tranquilo, Christian, todo, todo irá bien».

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