Me dijo:
“No hables.
Solo arráncame la culpa con los dientes.”
Así que la tomé—
como se toma una promesa rota:
firme, sin piedad, y directo al centro.
No hubo amor.
Hubo hambre.
De esas que no se cocinan con velas ni se curan con besos.
Hambre con uñas, con mordidas, con la garganta seca de tanto pedir
y no rezar.
La puse contra la pared,
donde el yeso se quiebra
y el alma se confiesa en gemidos.
Le dije al oído:
“Soy tu castigo.”
Y ella se vino como si el cielo hubiera dicho gracias.
La amarré con su propia ropa interior.
Le quité el nombre.
La convertí en pecado andante.
Y cuando el mundo quiso entrar por la ventana,
cerramos las cortinas con saliva.
No me pidió que fuera suave.
Me pidió que la dejara sin lenguaje.
Que le sacara el idioma a golpes rítmicos
hasta que el silencio fuera la única palabra que recordara.
Y ahí, entre fluidos y blasfemias,
encontramos algo más honesto
que el amor.
Algo que ni el sexologo mas impúdico puede dilucidar:
la verdad cruda entre dos animales
que ya no le temen al infierno
porque lo están cogiendo cuando se puede.