El poeta muerto

La culpa: esa sombra que quema

La culpa, ese huésped oscuro y voraz,
devora el alma en un banquete cruel.
Es un susurro ardiente, un látigo de fuego,
una cadena invisible que arrastra al abismo.
 
Es el beso helado de un verdugo silencioso,
el eco amargo de un grito que nunca se calla.
La llevamos en la espalda como cruz de hierro,
y su peso es el veneno que nos destierra del sueño.
 
¿Es el hombre culpable por cargarla?
¿O es la culpa quien, con su sonrisa vil,
se aferra al corazón del inocente,
y lo arrastra al juicio eterno,
donde el único veredicto es el desprecio?
 
Siempre buscamos huir de su abrazo frío,
pero la culpa es un amante obsesivo,
nos persigue en las sombras,
nos encuentra entre lágrimas y plegarias,
y nos abandona solo para regresar,
más cruel, más fiera, más asesina.
 
¿Qué hacer si la culpa florece del amor,
si ese ardor que la alimenta
es el miedo de perder lo amado?
Lágrimas de fuego, lamentos de ceniza,
caen como lluvia en el jardín de la soledad.
 
Y mientras rogamos, desnudos de esperanza,
la verdad emerge, fría como un puñal:
no hay redención para quien se ahoga en la culpa,
solo el dulce refugio de la oscuridad,
donde cada ruego, cada sollozo,
se convierte en un eco que nadie escucha.

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