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La dama de bronce

(fragmento)

La Dama de Bronce
tenía el cuerpo
 
afilado y hambriento;
tenía desnuda la mirada.
 
¡Cúbrela, Dama de Bronce!
¡Guárdala!
 
Su garganta caía lentamente hacia el Hudson
 
¿Adónde vas, Dama de Bronce,
veloz tu cielo azul, lento el cayado?
 
¿Qué aguja cristalina te atraviesa y despierta
los párpados, los astros?
 
En la ruta,
la penetrante ruta donde un rayo
se asomaba a los días terrenales,
 
la Gran Dama de Bronce,
 
la querida del tiempo matutino,
 
la fulgurante amada despredida
de frescas arpas y nublados lechos,
 
llamó a una puerta
que ella creyó temprana,
 
puerta de entrada a transparentes horas.
 
Y fue la puerta de la noche abierta,
la sombra en carne viva por el alba.
 
Estaba hecha de agrietada espuma,
del escombro de un ojo,
de solitaria sien y putrefacta altura.
 
Aquella puerta era un tapiz agónico
 
en donde cada cuerpo confundía su aliento
con la garganta próxima.
 
¡Dama de Bronce!,
 
Sierva de la mañana!
 
¡Da un paso interno,
toca con las entrañas
la rosa de los vientos!
 
¿No habrá, en estas líneas,
la longitud de una pupila sola?
 
¿No habrá un eco, un indicio
que me esconda?
 
Y de pronto pasó
(más bien volvió del fuego)
 
una sagrada estirpe solitaria.
 
Era un hombre escoltado por el fuego
y vestido como viste el espacio.
 
De su cintura y de su alegría
partía el ciervo claro.
 
Tenía la lengua en la mirada pura
y un río
(una copa de guirnaldas oscuras).
 
El hombre vio los pechos,
 
los ojos
 
de la Dama de Bronce
 
y ella
 
—bandera de oro ebio,
victoriosa soledad de la tarde–
 
dio un paso interno
(su paso era una rosa caminante,
una flor calcinada),
 
marchó sobre agua viva,
sobre el río que volverá mañana.
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