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La alianza

Yo escuchaba sollozos a través del sueño ligero y variable. No podían venir de mi casa desierta ni de mi vecindario diseminado en un área espaciosa.

   Yo vivía delante de una plaza vieja, sumida en la penumbra de unos árboles secos, de un dibujo elemental. Mostraban una corteza de escamas y sus hojas afiladas y de un tejido córneo, semejantes a cintas flácidas, habían cesado de criar savia.

   Un mensajero llegó de lejos, al rayar el día, a decirme la nueva infausta. Había devorado la distancia, montado sobre un caballo impetuoso, de arnés galano. Admiré el estribo de usanza arábiga.

   Las hijas de mi ayo y consejero me recordaron al verse desvalidas. La muerte lo hirió sigilosamente en medio de la espesura de la noche y los sones de su flauta burlesca de ministril revelaron la desgracia y propagaron la consternación.

   Yo había olvidado en una cámara de muebles pulverizados el carruaje de mis excursiones juveniles. Alcancé el hogar visitado por el infortunio, después de restablecer el armazón y las ruedas en más de un sitio de la campiña reseca.

   Las mujeres vinieron a mi encuentro, solemnes y demacradas a la manera de las sibilas. Me habían reservado la ceremonia de esparcir el puño de cal sobre el rostro del difunto, semejanza de algún rito de los gentiles en obsequio del piloto infernal.

   Yo sellaba de tal modo el convenio de un pesar inmutable, sin reforzar mi lenguaje exento de efusión y de gracia. Asisto fielmente al responso cotidiano en el oratorio familiar y añado mi voz a una salmodia triste.

#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte

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