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La cábala

El caballero, de rostro famélico y de barba salvaje, cruzaba el viejo puente suspendido por medio de cadenas.

   Dejó caer un clavel, flor apasionada, en el agua malsana del arroyo

   Me sorprendí al verlo solo. Un jinete de visera fiel le precedía antes, tremolando un jirón en el vértice de su lanza.

   Discutían a cada momento, sin embargo de la amistad segura. El señor se había sumergido en la ciencia de los rabinos desde su visita a la secular Toledo. Iluminaba su aposento con el candelabro de los siete brazos, sustraído de la sinagoga, y lo había recibido de su amante, una beldad judía sentada sobre un tapiz de Esmirna.

   El criado resuelve salvar al caballero de la seducción permanente y lo persuade a recorrer un mar lejano, en donde suenan los nombres de los almirantes de Italia y las Cícladas, las islas refulgentes de Horacio, imitan el coro vocal de las oceánidas.

   Cervantes me refirió el suceso del caballero devuelto a la salud. Se restableció al discernir en una muchedumbre de paseantes la única doncella morena de Venecia.

#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte

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