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Oda sáfico-adónica a Cupido sobre los peligros de una nueva pasión

¡Niño temido por los dioses y hombres,
hijo de Venus, ciego Amor tirano,
con débil mano vencedor del mundo,
                         dulce Cupido!

Quita del arco la fatal saeta,
deja mi pecho, que con fuerza heriste
cuando la triste, la divina ninfa
                         me dominaba.

Desde que el hilo de su tierna vida
por dura Parca feneció cortado,
desde que el hado la llevo a la oculta
                         cumbre de Olimpo,

guardo constante la promesa justa
de que ella sola me sería cara,
aunque pasara las estigias olas
                         con Aqueronte.

De negros lutos me vestí llorando
y de cipreses coroné mi frente:
eco doliente me siguió con quejas
                         hasta su tumba.

Sobre la losa que regué con sangre
de una paloma negra y escogida,
fue repetida por mi voz la sacra,
                         justa promesa.

Nunca las voces que mi fe juraron
creo que puedan merecer olvido,
ni tú, Cupido, puedas olvidarlas
                         si las oíste.

«¡Sacra ceniza!», repetí mil veces,
«¡sombra de Filis!, si mi pecho adora
otra pastora, desde tan horrenda,
                         lóbrega noche,

haz que a mi falso corazón asuste
cuanto las cuevas del Averno ofrecen,
cuanto padecen los malvados, cuanto
                         Sísifo sufre.

Júrolo, Filis, por tu amor y el mío,
por Venus misma, por el sol y luna,
por la laguna que venera el Padre
                         Omnipotente».

Las losas duras a mi acento triste
mil veces dieron ecos horrorosos
y de dudosos ayes resonaron
                         túmulo y ara.

Dentro del mármol una voz confusa
dijo: «¡Dalmiro, cumple lo jurado!».
Quedé asombrado, sin mover los ojos,
                         pálido, yerto.

Temo, si rompo tan solemnes votos,
que Jove apure su rigor conmigo,
y otro castigo, que es el ser llamado
                         pérfido aleve.

Entre los brazos de mi Musa amante
temo la imagen de mi antiguo dueño:
ni alegre sueño ni tranquilo día
                         ha de dejarme.

En vano Clori, cuyo amor me ofreces,
y a cuyo pecho mi pasión inclinas,
pones divinas perfecciones juntas
                         ante mis ojos.

Ante mi vista se aparece Filis,
en mis oídos su lamento suena;
todo me llena de terror, y al suelo,
¡Niño temido por los dioses y hombres,
hijo de Venus, ciego Amor tirano,
con débil mano vencedor del mundo,
                         dulce Cupido!

Quita del arco la fatal saeta,
deja mi pecho, que con fuerza heriste
cuando la triste, la divina ninfa
                         me dominaba.

Desde que el hilo de su tierna vida
por dura Parca feneció cortado,
desde que el hado la llevo a la oculta
                         cumbre de Olimpo,

guardo constante la promesa justa
de que ella sola me sería cara,
aunque pasara las estigias olas
                         con Aqueronte.

De negros lutos me vestí llorando
y de cipreses coroné mi frente:
eco doliente me siguió con quejas
                         hasta su tumba.

Sobre la losa que regué con sangre
de una paloma negra y escogida,
fue repetida por mi voz la sacra,
                         justa promesa.

Nunca las voces que mi fe juraron
creo que puedan merecer olvido,
ni tú, Cupido, puedas olvidarlas
                         si las oíste.

«¡Sacra ceniza!», repetí mil veces,
«¡sombra de Filis!, si mi pecho adora
otra pastora, desde tan horrenda,
                         lóbrega noche,

haz que a mi falso corazón asuste
cuanto las cuevas del Averno ofrecen,
cuanto padecen los malvados, cuanto
                         Sísifo sufre.

Júrolo, Filis, por tu amor y el mío,
por Venus misma, por el sol y luna,
por la laguna que venera el Padre
                         Omnipotente».

Las losas duras a mi acento triste
mil veces dieron ecos horrorosos
y de dudosos ayes resonaron
                         túmulo y ara.

Dentro del mármol una voz confusa
dijo: «¡Dalmiro, cumple lo jurado!».
Quedé asombrado, sin mover los ojos,
                         pálido, yerto.

Temo, si rompo tan solemnes votos,
que Jove apure su rigor conmigo,
y otro castigo, que es el ser llamado
                         pérfido aleve.

Entre los brazos de mi Musa amante
temo la imagen de mi antiguo dueño:
ni alegre sueño ni tranquilo día
                         ha de dejarme.

En vano Clori, cuyo amor me ofreces,
y a cuyo pecho mi pasión inclinas,
pones divinas perfecciones juntas
                         ante mis ojos.

Ante mi vista se aparece Filis,
en mis oídos su lamento suena;
todo me llena de terror, y al suelo,
                         tímido caigo.

Lástima causen a tu pecho, ¡oh niño!,
las voces mías, mis dolientes voces.
Y si conoces el dolor que causas,
                         lástima tenme.

La nueva antorcha que encendiste, apaga,
y mi constante corazón respire.
Haz que no tire tu invencible mano
                         otra saeta.

¡Ay!, que te alejas y me siento herido.
Ardo de amores, y con presto vuelo
llegas al cielo, y a tu madre cuentas
                         tu alevosía.

El texto en amarillo se omite en el manuscrito, aunque aparece en la ediciones impresas. Las palabras en azul son las divergencias entre el manuscrito 3.804 y la edición impresa (seguimos la publicada en cervantesvirtual.com)
                         tímido caigo.

Lástima causen a tu pecho, ¡oh niño!,
las voces mías, mis dolientes voces.
Y si conoces el dolor que causas,
                         lástima tenme.

La nueva antorcha que encendiste, apaga,
y mi constante corazón respire.
Haz que no tire tu invencible mano
                         otra saeta.

¡Ay!, que te alejas y me siento herido.
Ardo de amores, y con presto vuelo
llegas al cielo, y a tu madre cuentas
                         tu alevosía.

#EscritoresEspañoles #Oda (Ms 3804 BNE)

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