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Domingo de colchas mojadas

Despierto,
sin muchas ganas de seguir,
el cenicero, desbordado
la nariz, amarga y tapada,
la mente
teñida entre nubarrones
púrpura.
El cuarto se reduce
a su más mísero concepto;
la silla observa
y me dice:
¡Quitame todas estas mierdas de encima!
Minutos después
se convierten,
la silla y los cables
en un objeto letal,
entonces
corro al baño
huyendo de mis ideas como un cobarde,
lo abrazo y descargo
bilis, la esencia,
una meada a doble chorro.
Basta regresar a la cama,
agarrar el encendedor
pegarle un mechazo y encender un cigarro
para hacerme sentir peor.
El pulpo negro
se ha posado en mi pecho
y me succiona con sus ventosas.
Me incita a masturbarme,
a pensar
en la sonrisa que me lanzaba
la botella de lejía.
Gritar:
Viejo ¡perdóname por no ser tan fuerte!
Vieja ¡no trates de comprender!
La noche aterrizó en mis hombros
y le gusta coger duro,
los rostros imaginarios en la ventana
cantan melodías,
disonantes cantos de guerra
y cuentan los cráneos.
Pensar
que en estos momentos
las campanas de la iglesia
reúnen multitudes
y algunos cuantos
rebalsan júbilo al salir,
mientras tanto,
sigamos comiendo mierda.
Trato de llorar
pero ladro
con la cola entre las patas,
intento dormir
y por dentro me ahogo;
me veo al espejo
y pienso:
que soy un error.

Espirales

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