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El lujo

Balada

«¿Dónde estás, dónde, en qué país extraño
has ido a hundir el rostro venerable
en el agua que aniña y que refresca
los insignes harapos? ¿A qué tierra
 
ignorada del hombre te volviste,
llorando los caudales misteriosos
de una gran deserción, de una congoja
de algo viejo y pesado que se hunde?
 
¿Por qué caminos fuiste abandonando
el gran oro del sol, cuando mirabas
temblar la tierra, llena del reflejo
de tus antiguos ojos de esmeralda?»
 
Pocos recuerdan ya tus esplendores,
algún anciano amable, alguna dama
que acaba de expirar te sonreía
en su dichoso espejo. Y eso es todo.
 
Tus huellas más recientes se han perdido
entre la ciudadana indiferencia
de este gran malestar, y algún objeto
sale a veces cual lívido fantasma
 
hasta el ceño y encono de unos ojos
endurecidos. Polvo y terciopelo
son hoy tristes hermanos que se aman.
Mas nosotros seguimos el camino.
 
Y sin embargo yo te recordaba,
porque de niño pude vislumbrarte
cuando, tus equipajes preparados,
brilló una extraña cola tras la puerta
 
del dorado salón. Yo nunca supe
si eras hombre o mujer, porque fue un goce
tan cálido aquel soplo amarillento
que tenía delante, que confieso
 
me perdió, cual trastorno, una molicie
fría y severa en torno a unos modales
cuyo recuerdo guardo como un santo
la verdad revelada. Ví un sombrero
 
tan hermoso, posado en la cabeza
de un ser extraordinario, con sus plumas
de bengala caídas con un dejo
de tal inolvidable negligencia,
 
que me rendí a la sombra de su influjo
ceremonioso. En una mesa antigua
vi unos guantes en tono de canela
escarchados de perlas diminutas.
 
Ajetreadas gentes se movían
sobre un musgo de púrpura, y abajo
de los anchos balcones esperaban
los landeaux, entre un humo delicioso
 
de caballos que piafan impacientes
con sus sombrías riendas perfumadas,
y el primitivo fuego en las antorchas
de los ujieres, pálidos de muerte.
 
La voz timbrada de una dulce amiga
me dijo adiós, y al ir con reverencia
a besarle la mano en que oprimía
un haz de violetas como el cetro
 
de una divinidad, vi tras los velos
espesos que cubrían su semblante
como un tigre que enfunda su fiereza
con felina elegancia. Nunca supe
 
si era hombre o mujer. Salieron todos
con un frou—frou radiante de festines
y bailes, algo lúgubres en cambio.
Oí que los cocheros repetían:
 
«¡Hacia San Petersburgo!» En poco tiempo
todo había pasado. Y estas luces,
que alumbran como estrellas en el cielo
el tétrico paisaje de la Historia
 
se irán helando en siglos y distancias,
en silencioso polvo diamantino,
cual una nebulosa diadema
inalcanzable al ansia del arqueólogo.
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