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Marx

En el polideportivo de esa que antes era escuela, algunos decían que entraban hasta mil personas paradas, otros el doble y otros la mitad. Nunca se comprobó, porque en el pueblo no alcanzaba la gente para llenarlo. Durante la semana lo usaban también tres escuelas más, los sábados por la mañana era centro comunitario: daban clases de tenis de mesa, ajedrez y talleres de lectura; y los domingos era un centro de jubilados. Hasta que el nuevo intendente les avisó que costaba mucho el mantenimiento, que las instalaciones no estaban en condiciones y tendrían que clausurarlo. Se hizo una reunión en el polideportivo, y todo el pueblo fue para decidir lo que iban a hacer.
—Si nosotros hacemos el mantenimiento, cómo nos lo pueden cerrar. Es nuestro.
—Señora, es un edificio muy antiguo, los arquitectos no sentaron bien los cimientos, en cualquier momento se viene abajo. Es oscuro y las condiciones edilicias no son óptimas.
Todos se quejaron al unísono. Era de ellos, no se los podían quitar. El intendente no se iba a hacer cargo de los daños y perjuicios que pudiera causar ese galpón viejo, se hizo un estudio con arquitectos que llegaron trajeados de la ciudad, se evocó el artículo 32 bis de la Carta Orgánica que declaraba que «Las condiciones edilicias de un establecimiento que funcione como órgano público deben ser óptimas según el régimen impuesto por ingenieros civiles matriculados por la Ley. 26.737». No pudieron hacer nada, quedó definitivamente clausurado.
Tres años después llegó al pueblo don Aróstegui y compró el galpón viejo a la ciudad en un precio bastante oportuno, porque la zona había bajado notablemente en la tasación inmobiliaria. Algunos, los que todavía se acordaban de sus buenos momentos en el polideportivo, se opusieron a la compra. Era patrimonio del pueblo, no se lo podían quitar. El intendente quiso evitar disturbios, no vaya a salir alguien herido, y terminaron presos dos maestros de gimnasia y una jubilada que extrañaba sus clases de salsa de los domingos. Don Aróstegui tiró abajo todo y puso un galpón nuevo, con paredes de chapa gruesa, y un techo alto con muchos tragaluces y esos ventiladores que parecen honguitos brillantes de metal. La escuela cerró solo un año después de que la fábrica empezara a funcionar. Los niños se mareaban con el olor de los químicos que había, y los maestros no querían ir a trabajar. Don Aróstegui compró ese terreno también.
La fábrica de detergente funcionó durante treinta años, su papá trabajó casi toda la vida ahí, y ahora él también. Qué sería de ellos sin la fábrica, cuando alguien termina la secundaria sabe que tiene un trabajo asegurado ahí. Pero mañana la cierran, porque no produce como antes. Quisieron hacer paro, pero tenían miedo de perder el trabajo. Ahora que ya lo van a perder, no pueden hacer nada. Quieren seguir trabajando, pero ya no les llegan insumos. Salen con la cabeza gacha, si protestan se los pueden llevar presos, y ahí menos van a conseguir trabajo. Piensa qué le va a decir a su esposa cuando llegue a su casa.
La semana que viene va a ser un galpón viejo. Un año después lo van a tirar abajo y va a quedar solo el terreno baldío. Cinco años después los niños se van a olvidar que ahí había una fábrica y van a usar el baldío para jugar a la pelota. Cuando otros vean cómo juegan van a querer ir, los padres van a armar dos arcos improvisados con caños de pvc, algunos poco fanáticos del fútbol van a jugar a otras cosas a un costado de la cancha y, de a poco, van a recuperar lo que les quitaron, después de perder lo que les dieron.

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