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El sepulcro y el trono aquí se juntan
—Duque de Frías

Absorta, muda ante tu aspecto adusto,
¡Monumento gigante! en vano al alma,
—A quien elevas y a la par asombras,—
                           Pido un acento digno
De interrumpir de tu silencio augusto
                             La majestuosa calma:
Digno de hendir las vacilantes sombras
De tus desiertos ámbitos, zumbando
En ecos de tus bóvedas eternas,
                             Y con ellos perdido
                             Por la región del viento,
Osado remontarse al firmamento,
                             Con el vuelo atrevido
De tus soberbias torres seculares...
Que dejando a sus pies fragosos montes,
Y en contorno asperísimos pinares,
Se alzan buscando extraños horizontes.
 
Si te admiro ¡Escorial! obra del arte,
—Mientras tus majestuosos capiteles
Con orgullo parecen coronarte
                             Como eternos laureles,—
Siento que en medio del profundo pasmo
                             Que en la mente produces,
Haces brotar el férvido entusiasmo;
Pues imagino que aún del Sol las luces
—Que rompen de ese cielo los celajes
Para adornarte la inmortal cabeza,—
Respetuosas le rinden homenajes
Del genio de tu siglo a la grandeza.
 
                            Si sólo te contemplo
Símbolo de la fe, sagrado templo
De santa religión,—en la desnuda
                           Polvorosa ladera,—
                           Con majestad  severa
Alzarte al cielo, despreciar la ruda
Ira del viento, que incesante brama,
Y entre sus brumas levantar tu frente,
                            Que impasible, imponente,
Con muda voz tu eternidad proclama;
                            Mi corazón se humilla
En tu bendito  polvo, y en silencio
                            Doblando la rodilla,
La paz de tu reposo reverencio.
 
Pero no más—¡oh hermosa maravilla,
Obra de la piedad e inteligencia,
                           Grande y a par sencilla!—
                           ¡No más en tu presencia
Niegue su inspiración al alma inerte
                           La acobardada musa,
                           Que trémula y confusa
Su pequeñez en tu grandeza advierte!
Suene mi voz en tu recinto umbrío,
                           ¡Oh epopeya de piedra!
Y esa elocuencia muda—que me arredra,—
Traduzca audaz el pensamiento mío;
                           Que a remontarse aspira,
Al recordar ufano que la lira
—Por sus augustas manos laurëada,—
Hoy coloca en las mías vacilantes
                           El Príncipe clemente,
En quien encuentra apreciador ferviente
La lengua de Solís y de Cervantes.
 
Que sumisa a su voz, la mía rompa
Las trabas del cobarde desaliento:
                           Suene la épica trompa,
Haciendo retemblar la áspera sierra;
Sus cumbres salve; y—fatigando al viento,—
Lleve veloz a la asombrada tierra,
—Por cuanto abarcan de la mar las olas,—
Con tu nombre las glorias españolas!
 
Paréceme ¡ah! que las marmóreas tumbas
Ya siento estremecidas.... Imagino
Ver que entre regias sombras se levanta
La de tu austero fundador: tu mole,
Pedestal digno de su altiva planta,
Huella, y se encumbra—silenciosa y grave—
Pardas nubes teniendo por doseles
Mientras tendidas las potentes alas,
Que sombrean tu tétrico recinto,
De San Quintín cobija los laureles
El águila imperial de Carlos Quinto.
 
Rápido vuela, en tanto,
Por atronantes ecos repetido,
De mi arpa humilde el inseguro canto,
Y al asilo penetra do en olvido
El héroe yace que asombró a Lepanto;
                           Cuando—a lanzarse pronto,
Cual águila real, sobre su presa,—
                           Con tímida sorpresa
Le vio Estambul mirar al Helesponto;
Y cercado de míseras rüinas
                          De la deshecha flota,
                          Del imperio Otomano
Estremecer la playa más remota,
Al ademán de su indignada mano.
 
¡Oh regio capitán, de Iberia orgullo!
Pueda mi acento a tu perpetuo sueño
                          Prestar plácido arrullo,
En ese panteón que no reviste
Indestructible mármol; mas do miro,
Esplendor dando a su recinto triste,
De Austria y Borbón esclarecidos nombres.
Allí yacen también... Pero ¿qué amargas
Memorias ¡ay! al corazón despiertas,
Con que mi acento ¡oh Escorial! embargas,
Y el plectro arrancas de mis manos yertas?
¿Por qué se apaga el entusiasmo santo
Por tu belleza mística encendido,
Y en tristes ayes, y en copioso llanto
Prorrumpo a mi pesar?... ¡Ah! que mi pecho
                           Recuerda estremecido,
Que aquel que me ordenó tus maravillas
                           Cantar en arpa de oro,
Aún siente deslizar por sus mejillas
De profundo dolor acerbo lloro,
Que en ese opaco panteón reclama
                           Aún no cerrada tumba...
Y el viento mugidor de Guadarrama,
Cuando en las altas cúpulas retumba,
Y tu muralla secular azota,
Lanzar parece de su negro hueco,
                         En largo y flébil eco:
¡Aquí yace también Luisa Carlota!
 
Aquí—no hay duda—aquí, tabla modesta
El nombre ofrece de la heroica Infanta,
Que dique opuso, a la ambición funesta
Que aún hoy al solio su anhelar levanta.
Ella—el ardor de Sirio despreciando—
Desde el confín de la risueña Gades
Voló a la quinta del Borbón primero,
Donde espiraba el sétimo Fernando
En brazos ¡ay! del fanatismo fiero.
                     Ella luchó valiente
Por la princesa débil e inocente,
Ya condenada a mísero abandono,
Y del bando ominoso frente a frente
La alzó triunfante al disputado trono;
Donde el pueblo del Cid—que aunque abatido
Marcha tras su esplendor de otras edades—
La aclama ahora, de esperanza henchido,
Símbolo de las patrias libertades.
 
                             Del beneficio inmenso
Guarda ese noble pueblo la  memoria...
                             Mas no el canto suspenso
Me es dado proseguir.—Ecos de gloria
No me ordenes alzar, cuando tu herido
Corazón hoy en soledad suspira...
¡Tú,  que me colmas de bondades tantas!
¡Acepta sí, la voz de mi gemido,
                             Y deja que la lira
Deponga muda a tus augustas plantas!

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