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Suspende mar, suspende tu eterno movimiento,
por un instante acalla el hórrido bramar,
y pueda sin espanto medirte el pensamiento,
o en tu húmeda llanura tranquilo reposar.
 
Del infinito imagen terrífica y sublime
concíbete la mente temblando el corazón,
tu inmensidad severa con su poder me oprime
y comprenderte no osa mi tímida razón.
 
Del Dios que te creara imitas la grandeza,
y se revela al verte su altiva majestad,
yo trémula contemplo tu indómita fiereza
y piérdome admirando tu eterna soledad.
 
Espíritu invisible, que reinas en su seno,
y oscilación perpetua le imprimes sin cesar,
¿qué dices cuando bramas, terrible como el trueno?
¿Qué dices cuando imitas doliente suspirar?
 
¿Al mundo acaso cuentas el tenebroso arcano,
que en el abismo inmenso sepulta tu poder,
o luchas blasfemando con la potente mano
que enfrena tu soberbia, segundo Lucifer?
 
¿O gimes angustiado, con fúnebres lamentos,
la dura ley que rige la triste creación,
y cantas a los hombres, y cantas a los vientos
el himno doloroso de eterna destrucción?
 
Coloso formidable te he visto en tu osadía,
para escalar el cielo montañas levantar,
y al trueno de la altura tu trueno respondía,
cual si al furor divino quisieses insultar.
 
Mas luego—quebrantado tu poderoso orgullo—
atleta ya vencido mirábate rendir,
y en la ribera, humilde, con lánguido murmullo,
rodabas por la arena tus orlas de zafir.
 
Espejo prodigioso del vasto firmamento
en tu húmeda llanura mirábale brillar,
copiando de tus ondas el leve movimiento
de sus ligeras nubes el mágico flotar.
 
Entonces tu ribera buscaba complacida,
gozando de tu calma mi ardiente corazón,
y acaso los pesares de mi agitada vida
adormeció un momento dulcísima ilusión.
 
Tal vez cuando en la playa tus olas me seguían,
oyendo tu murmullo con tímida ansiedad,
“palacios te guardamos” pensé que me decían,
“En húmedas regiones de eterna soledad”.
 
“Ven, pues, a nuestros brazos, apaga en nuestros senos
el fuego que devora tu estéril juventud,
Ven, pues, alma doliente, y gozarás al menos
en antros solitarios pacífica quietud”.
 
“Cual en tu pecho ardiente, al soplo de los vientos
en nuestras hondas simas se agita el huracán,
y cual en triste duda tus altos pensamientos,
a estrellarse en la roca nuestros esfuerzos van”.
 
“Y como tú seguimos carrera solitaria,
por campos ¡ay! inmensos, desnudos de verdor,
y como tú cansamos con eternal plegaria
al cielo que ensordecen los gritos de dolor”.
 
“¡Ven pues y en nuestros brazos tranquila te abandona,
reclina en nuestro seno la atormentada sien,
de perlas y zafiros recibe una corona,
gemidos te brindamos, y lágrimas también”.
¡Oh mar!, ¡y cuántas veces en su fatal delirio
tradujo así tu arrullo mi herido corazón...!
¡Y cuántas ¡ay! calmaste mi bárbaro martirio,
mirando de tus olas la eterna sucesión!
 
Así, tal vez pensaba, sucédense los días,
tras sí llevando raudos las penas y el placer,
que pasan cual los duelos las fiestas y alegrías,
y nada, por ventura, durable puede ser.
 
Que pasan las naciones y pasan los imperios,
y un siglo al otro siglo sucede sin cesar...
¡El porvenir tan sólo conserva sus misterios!
¡El más allá, qué inmóvil nos mira delirar!
 
Pasaron, mar, pasaron las ansias y temores
que entonces a mi vida robaban el solaz,
Mas ¡ay! que sucedieron dolores a dolores...
Y lenta la amargura, y la ilusión fugaz!
 
Que nunca de tus olas agótase el tesoro,
ni agótase en el alma la mina del dolor;
mas huyen y no tornan los gratos sueños de oro,
que la esperanza cree, que adornan el amor.
 
Prosigue, mar, prosigue tu eterno movimiento,
cual sigue de mi vida la triste actividad...
en ti con entusiasmo se fija el pensamiento
y si te busca en calma te admira en tempestad.
 
Prosigue, mar, prosigue que pasan con tus olas
Recuerdos de amargura, recuerdos de placer,
y en lontananza velas, inmóviles y solas,
las rocas que resisten tu indómito poder.
 
Así la fe se eleva, y en lo interior del alma
venciendo tempestades conserva su vigor...
Prosigue, mar, prosigue y en tempestad o en calma,
proclama la grandeza de tu inmortal autor.
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