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Caminando

Él tiene cuarenta y cinco años, aún conserva el afro de la época y viste sus camisas de seda siempre impecables, sin manchas, sin arrugas. En el barrio todos los conocen por sus dotes futbolísticos, pero también lo conocen por su fama de “ buena gente”, los enemigos constatan sus experiencias y sus propios amigos difunden la braveza de su existencia. Si bien la vida es económicamente más barata, no lo es en cuanto a reglas sociales; “toca luchar el respeto” y aunque muchos cargan la inmediatez del dinero en el bolsillo, a la hora de medir corajes, de nada vale el peso en oro cuando se es un cobarde.

Una vez de tantas veces él y yo salimos a caminar juntos; y en ese juego de ir y venir, me gusta contar todo lo que veo y él me ayuda a hacerlo; ese día que más contamos, Él llevaba su camisa de seda blanca; ¡Ah! me gusta su camisa, lo hace ver tan elegante, perspicaz, serio e inteligente y verlo vestido con ella, incita en mí la creatividad. Al ir caminando, empecé a contar cada persona que lleva una de ese mismo color; pero él va tan borracho que a duras penas contó, a duras penas me pudo llevar en sus hombros, por eso hoy es el turno de caminar. Él se sorprendió que llegara a mil, dos mil y tres mil para la corta edad y mi falta de escolaridad oficial; pero este año que ingresé a estudiar, él fue el único que supo mi tedio por la escuela; sabíamos bien que siempre me aburría en clase y este año tan oportuno para caminar libremente y seguido entré a la edad de siete años, a cursar segundo de primaria, saltando el anterior grado por las pruebas de “competencias”.
Recuerdo bien a mi profesora hoy en la mañana, hablaba tanto y su efecto casi arrullador naturalmente me aburría, me aburría su monólogo y odiaba aburrirme, distraerme era un alivio, así que le pedí permiso para ir al baño, la excusa en ese momento fue un gran alivio. Antes de volver al salón, noté que el vigilante estaba tomando algo con la señora del aseo, distraído aproveché para deslizarme por la reja y con todas las fuerzas que el alma libre representa corrí hasta la cantina de Don López, pasé la registradora tomando una almendra como costumbre mía de tomar lo que me agrada y mientras cruzamos un saludo de manos con Don López yo ya estaba más tranquila. Tomé unas cuantas tapas de cerveza para jugar y fui a abrazar la camisa de seda que estaba allí, toda limpia, amorosa, bondadosa y protectora  con la cara de un señor borracho. Al verme soltó una carcajada (él sabía lo que había hecho) tímidamente me acerqué y alegremente saludé al Señor Gustavo esperando me pellizcara el brazo izquierdo y me pusiera en el bolsillo una moneda de quinientos pesos como siempre; también saludé al Señor Elkin doctor recién graduado con su bigote colorado, dándole aires de importante. Terminado los saludos el señor de blanco solo tomó un trago levantándose suavemente para ir a la caja, facturó él mismo lo que se había bebido y haciéndole señas a Don López, le dejó a cargo del negocio, me tomó la mano y empezó a caminar.
No era largo el trayecto, sólo era seguir la Agoberto Mejía hasta el CAI de roma, yo no sé en qué momento llegamos al barrio Egipto. El caso es que, cruzando la mitad del camino, cerca al Amparo, Don Vilarete ya no iba en sus cinco sentidos, por eso no contamos más camisas, por eso no me llevó en sus hombros, por eso tropezó con el otro. Aquel otro señor llevaba chaqueta de cuero y pantalones azul oscuros, zapato botas vaquero y un bigote negro con una calva en la frente a medio hacer; tosco él, sucio, grosero al andar  apenas si rozó con los brazos de mi papá que con la fama de “buena gente” lo miró.
Justo al finalizar el parque había un monta llanta y allí él le pidió al Señor que me cuidara mientras el de la calva se quitaba la chaqueta. Yo solo vi cuando le dio el primer golpe dejándole la de seda salpicada en sangre, mientras el nuevo cuidador me entraba al cuarto de llantas para que no viera, giramos la cabeza y Vilarete estaba tomando al otro por el cuello mientras le lanzaba tres puñetazos en la cara; dejé de verlos y miré aquel lugar extraño y en una mesa había un escalpelo, lo tomé y lo guardé en el bolsillo naturalmente como la almendra preguntándole al señor por qué estaba tan sucio aquel lugar. El montallantas era oscuro y más el cuarto, me explicó que se arreglaban carros y que por eso siempre estaba sucio. El cuarto tenía frascos con aceites y lubricantes en gavetas colgadas, tenía un olor metálico, un olor quemado. Yo observé unas veces el cuarto mientras el cuidador me alzó rápidamente colocando mi pequeño cuerpo en una mesa, pronunció algunas palabras cariñosas para tranquilizarme cuando se oían gritos, tal vez eran del bigotón pero los gritos se aislaban al ser cerrada la puerta. El cuidador usaba overol verde militar, era alto y acuerpado, tenía la cara sucia junto con las manos y se reía dejando ver unos dientes amarillos; yo, haciendo juego con el color, llevaba jardinera a cuadros blancos y cafés, zapato de cordones, saco de lana verde oscuro de botones transparentes  con un estampado al lado izquierdo de un escudo redondo que decía I.E.D Casa Blanca, a ese juego de verdes unas medias blancas. Después de esto, hasta la fecha he creído que las instituciones nunca te preparan para las situaciones de la vida, no te enseñan qué es un monta llantas, no te enseñan a desmanchar camisas blancas y no te enseñan a defenderte de sujetos en overol. Solo sé que a esta parte se le llama vida y no hay institución de ayuda cuando viene alguien desconocido a transgredir tu intimidad bajando unas medias tipo pantalón blanco a borrar de ti toda muestra de ingenuidad, de niñez, de bondad. Yo solo pensaba en la almendra que me había comido horas antes y pensaba en las frases de mi padre que estaba afuera sobreviviendo y al sentir el primer contacto con su piel aguijoneante, sin pensarlo, sin miedo alguno puncé con el escalpelo el instrumento aberrante que me hería; abrí la puerta y salí en busca de mi padre; y vi, increíblemente a todos esos hombres rodeando un círculo imaginario de lucha, me hice paso y fui yo el calmante de lo que pudo ser una muerte gritando enojada que no siguieran. Estaba desfigurado aquel hombre, había sangre en todas partes y a duras penas Vilarete tenía rasguños y un golpe en la nariz, estaba transformado mirando ciegamente a su oponente y lo único que lo calmó fue mi voz pidiéndole ingenuamente un poco de yogur con melocotón. Al escuchar tal petición, de la borrachera no quedaba nada, solo me alzó en sus brazos y me dijo: perdóname, vamos a ir por tu yogur y además hoy vamos a aprender a caminar.
Me dormí todo el camino, cuando bajamos del taxi sentí el frío Bogotano, no sabía dónde estaba, solo sé que al llegar a una tienda, un indigente en el barrio Egipto me extendió la mano, saludó a mi papá y le pidió un pan, un poco de salchichón y la famosa colombiana de esos días. Empezamos a hablar, todos reíamos, pensé en mi mamá y su frase “nunca charle con desconocidos” y pensé en el señor de overol, yo jamás hablé con él y he aquí una experiencia dolorosa y miré al que estaba en frente, al de ojos negros, mirada distraída fumar su cigarrillo, yo hablé con él y me dije (éste tal vez no me haga daño) y hablé con él.
Años después en otro camino, el parque la independencia se vestía del frío capitalino y entre el smock grisáceo volví a ver al Guajiro fumando su cigarrillo: aún tenía su mirada distraída, pero seguía con su claro ingenio. Hablamos y guardamos gratos silencios, al final me regaló unas yerbas, algo de ruda con otras tantas, no sé lo que eran, solo las recibí, pero si lo vuelvo a ver le diré alegremente ¡Ey! Guajiro, no hay quistes, ni dolores bajos. Si lo vuelvo a ver le diré que Vilarete ya no es tan “buena gente” le diré sobre su pierna a punto de estallar por venas varices mal cuidadas o por los estragos del alcohol en aquellas épocas, ya ni siquiera sé qué por qué no camina. Es más cuando lo vuelva a ver le diré:

Yo sigo aquí caminando.

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