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Cuento 1

Cabeza embotada
Edición MM.

Abandonada a un sentimiento que no sé exactamente cuál es, escribo con la cabeza embotada. No recuerdo cuándo fue la última vez que sentí tantas ganas de escribir con semejante certeza, como cuando tus manos se mueven por sí solas para alcanzar algo que se está cayendo.
Escribo con certeza, pero no quiero llegar a ningún lado con esto. Es raro, pero no puedo evitarlo.

El día en que mi psiquiatra me dió la primera receta para los calmantes, llevaba toda la noche llorando en la almohada sin poder pegar el ojo. Te diría la típica frase de que «no entiendo cómo nadie se dió cuenta de mi sufrimiento», pero conozco exactamente el porqué. Hace mucho tiempo dejé de contestar mensajes y llamadas de mis amigos y familiares.

Siempre he sido una persona demasiado sensible, hasta el punto de sentir de sobremanera las cosas: el dolor en el pecho, la sensación de ahogo, los temblores, los ataques de pánico y las lágrimas inagotables.

A veces me gustaría retroceder un poco y entender exactamente en qué punto de mi vida cambié de forma tan drástica y me volví un poco más inerte. Creo que ese preciso momento debe de aproximarse al día en que murió mi tía, y comencé a dejar de creer en dios, obviamente sobrellevada por el dolor que sentía en ese instante, pero también por la ciencia que había estudiado sin descansar. Recuerdo cuando vi los cloroplastos en una célula vegetal, moviéndose de un lado a otro, haciendo la fotosíntesis. Ese día me dije que dios no debía existir.

Ya tenía una sospecha desde que estaba en el colegio de monjas, de que dios, en realidad, no existía. En el transcurso de mi tiempo en la escuela jamás me atreví a decirlo. Rememoro con exactitud una vez en la que nos estábamos preparando para recibir la primera comunión; según las monjas, el mejor día de nuestras cortas vidas. Todos los cursos de tercero de primaria nos sentábamos a lado y lado en el suelo de un salón, dejando un pasillo central para que las monjas se pasearan de arriba abajo. Nos hablaban de dios y los santos. Teníamos la gran fortuna de tener a la madre superiora con nosotros, cosa que nos hacía comportarnos de forma más cautelosa, demostrando lo educadas que éramos.

En uno de los tantos momentos en los que nos estaban hablando de San Francisco de Asís, una de las monjas más viejas dió un traspié y cayó justo encima mío. Me enterró la rodilla en la pierna y yo sentí un dolor horrible, pero no me moví y sonreí nerviosa conteniendo el dolor.

«Le has salvado la cadera, estoy segura de que ha sido dios quien te ha puesto ahí para que ella aterrizara encima tuyo», me diría después una de las monjas. Pero yo sé que no fue dios y que el hematoma que tuve muchos días después seguramente era obra del diablo, porque se fue oscureciendo hasta tener una combinación de colores terribles. Luego desapareció, y la monja murió al poco tiempo.

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