O sea que también el ogro era mortal.
El que nos inspiraba tanto miedo,
ante el que no nos atrevíamos a hacer circular la sangre por el rostro,
el que nos apabullaba con su gesto de autoridad
–una vez, en el 68, afuera del Foro Isabelino, se subió a un camión de agentes judiciales que habían retenido a unos de nosotros
y con sólo su solemne magistratura sometió a los guaruras
y rescató a los nuestros–,
pero resultó mortal.
Yo creía que era un roble, uno de esos árboles duros que no se caen,
pero veo, con el azoro de la noticia, que todos somos de condición igual.
El que me decía poeta con una gentileza contradictoria
que lo emocionaba, que le daba luz,
que apuntaba deudas impagables de réditos irascibles que trastornaban su sueño,
resultó mortal, contra todo lo que yo hubiera previsto.
Qué me queda. De qué puedo vanagloriarme.