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Canto VII La Batalla De París

Mortales, cuyas almas atosiga
el hipo de ser grandes y señores,
¿por qué con tanto afán, tanta fatiga,
a caza andáis de mandos y de honores?
Lo que oro se os antoja es baja liga
que, a pesar de mentidos esplendores,
en el crisol de un sano juicio puesta
no vale la mitad de lo que cuesta.
 
 Ese poder, grandeza, imperio, estado,
justo o no justo es menester que sea.
Si lo primero, aquel que en encumbrado
destino se encopeta y contonea,
sepa que es sólo un siervo asalariado
para que al bien de los demás provea,
sin gozar el placer un hora sola
de dormir y dejar correr la bola.
 
 Al pueblo ha de mirar como un rebaño
que a fuer de buen pastor ampare y cele,
no como duro mayoral extraño
que sin cesar le exprima y tunda y pele;
y si algo yerra, no se llame a engaño,
antes, por más que afane y se desvele,
sepa que el mundo de la culpa ajena
más de una vez le hará sufrir la pena.
 
 Si lo segundo, ¿qué voraz gusano,
qué aguda espina, qué veneno oculto
el alma no atormenta de un tirano?
En cada estruendo un popular tumulto
le toca al arma; con puñal en mano
cree ver un asesino en cada bulto;
la conciencia entre holandas le trabaja,
y al pobre envidia su jergón de paja.
 
 Yo comparo uno de estos desgraciados
que por tener del mundo el gobernalle
viven entre zozobras y cuidados,
a un palaciego que anda por la calle
cubierto de galones y bordados,
echando piernas y luciendo el talle,
mucho brinquillo, mucha placa al seno,
y por debajo está de lacras lleno.
 
 Venid, los que pensáis que un soberano
de la común herencia está exclüído,
y ved a este infeliz de Carlomano
en el berenjenal que está metido.
Nadie más justo fue ni más humano;
fue un santo hombre, fue un príncipe cumplido;
pues ved las tempestades que endereza
Fortuna a su corona y su cabeza.
 
 Cual la presente fue, que el rey Gradaso,
por un pueril antojo impertinente,
le suscitó; y en la que el indio Urnaso
sobre la bestia de cornuda frente
iba, como os conté, más que de paso
contra el Danés, a quien furiosamente
arremetió, llevando el hacha alzada.
Pero no le valió la furia nada.
 
 Porque Urgel de un horrífico altibajo
cabeza y tronco hasta el arzón le parte,
si bien le dio el caballo harto trabajo,
que, en el acometer tomando parte,
a Urgel de una cornada al suelo trajo;
y si no fuera el grueso talabarte,
que un tanto al golpe la violencia gasta,
en las entrañas le embutiera el asta.
 
 En tres partes Urgel se hallaba herido;
al hospital en brazos fue llevado.
Y en esto Brutarroca fementido
llegó, sobre un camello encaramado.
Representaba un negro dios Cupido,
aunque, a decir verdad, algo barbado.
Medio desnudo el mastinazo, estaba;
en la siniestra el arco, al hombro aljaba.
 
 El colmilludo Berra le acompaña;
y a guisa de ambulantes campanarios
van cubriendo de sombras la campaña
elefantes de guerra y dromedarios.
Carlos a Salomón, rey de Bretaña,
mandó sacar sus diestros sagitarios;
va Ricarte con él, y don Gaiferos,
de Melisendra esposo, y Oliveros.
 
 De San Dionís la puerta abre camino
al ya canoso Naimo de Baviera
con sus hijos Otón, Avolio, Avino
y Bellenguer de roja cabellera.
Con Guido de Borgoña va Angelino,
y con Hugón, Dudonio sale fuera.
El suelo se estremece a gran distancia
bajo las huestes de la invicta Francia.
 
 Carlos en tanto al cielo justiciero
aplacar manda en ceremonias pías,
y en grave canto el religioso clero
misereres entona y letanías;
suena a extramuros el rumor guerrero
de trompas, atabales, chirimías;
responden en París quirieleisones,
al son de las campanas y esquilones.
 
 Ya, pues, que satisfizo a lo cristiano,
con lo Real cumpliendo y lo valiente
sale sobre Bayardo Carlomano,
y de los suyos se coloca al frente.
Todos a un tiempo embisten al pagano;
relumbran mil espadas juntamente;
cada cual taja, pincha, hiende, parte;
no vio jamás tan bella fiesta Marte.
 
 Por donde cabalgando va Oliveros,
deja Altaclara un sanguinoso lago;
vale ella sola por cincuenta aceros;
primero se ve el golpe que el amago;
caballos caen, trabucan caballeros;
no hubo jamás tan espantoso estrago;
corre el varón, y marca doble hilera
de amontonados troncos su carrera.
 
 Amenazando Berra se le encara,
ni a detenerle un punto es suficiente,
porque con un mandoble de Altaclara,
entre ojo y ojo, y entre diente y diente,
en dos mitades el marqués la cara
partida le dejó tan justamente,
como si en la balanza para esto
antes del golpe las hubiera puesto.
 
 Y tan sabrosa le quedó la mano
que por do más tupidos y más llenos
los escuadrones ve, rompe lozano,
hasta llegar a donde con no menos
donaire y ligereza Carlomano
iba despabilando sarracenos,
y el campo henchía, a tajos y reveses,
de sangrientos cadáveres y arneses.
 
 A Carlos, Brutarroca se presenta,
flechador de alabardas y lanzones.
Carlos, como un venablo, se le avienta,
hincados a Bayardo los talones;
y de un lanzazo le ajustó la cuenta
pasándole costillas y pulmones.
Revuélcase en la arena Brutarroca,
y vierte negras ondas por la boca.
 
 Pero mientras Bayardo corre, al paso
le sale aquella bestia del gran cuerno,
que fue caballo del difunto Urnaso,
la cual, sin dueño ahora y sin gobierno,
va haciendo entre las filas el fracaso
que en el bosque una ráfaga de invierno.
Topa a Bayardo y cornearle intenta;
Bayardo no se turba, ni amedrenta.
 
 Con gran serenidad y gran frescura,
vuelta la grupa, dale un par de coces,
que le estampó en los sesos la herradura;
y rompe por do tantas, tan atroces
fases muestra la lid, que por ventura
dijérades que sólo allí feroces
guerreros hay, coraje, ira, matanza,
y todo lo demás es burla y chanza.
 
 Alfrera con el mástil que engarrafa,
a los cristianos da tremenda zurra;
a la gente que toca deja gafa;
la que coge de lleno, despachurra.
En mirando venir la gran jirafa,
nadie tiene lugar, que no se escurra;
sólo Turpín osó salir delante;
Alfrera con gran sorna le echa el guante;
 
 Y a la cintura se lo prende y ata,
a guisa de corneta o de tintero.
Tras esto de camino se arrebata
a Pinabel y a Otón y a Bellenguero,
y, de los tres hecho un manojo, cata
que vuelve a los cristianos el trasero.
Al rey Gradaso los llevó en presente,
y torna a la batalla nuevamente.
 
 Torna el jayán de nuevo a la batalla,
y empieza a machucar que se las pela.
Hete aquí de Marsilio la canalla,
con Ferragú, Morgante y Espinela.
¡Oh cuánto escudo y cuánta fina malla
y cuánta lanza en mil fragmentos vuela!
Cuál hiere, cuál retorna, cuál repara;
crece la confusión y la algazara.
 
 El marqués Oliveros vio la brega,
y del Emperador se puso al lado;
el normando Ricarte se le llega,
y Gano, de sus condes escoltado;
Dudonio, que una gorda maza juega,
Alardo, Guido, en pelotón cerrado,
cargan, como avenida repentina,
sobre la nueva chusma sarracina.
 
 Con Ferraguto encuéntrase Oliveros,
y casi desarzónale el pagano;
rotas entrambas lanzas, los guerreros
tornaron a embestirse espada en mano.
Con Espinel se apechugó Gaiferos,
el rey Morgante con el conde Gano,
con el Califa el duque de Baviera,
hombre con hombre, hilera con hilera.
 
 Cupo a Dudón, Grandonio, aquel gigante
que alcaide un tiempo fue de Barcelona.
Las mazas van y vienen cada instante,
y toda se magullan la persona.
El rey Marsilio embiste al Imperante;
pero se arrepintió de la intentona:
descabalgado sin remedio fuera,
si a punto Ferragú no le acorriera.
 
 Ferraguto se aparta de Olivero
para asistir al rey Zaragozano,
y el marqués, como noble caballero,
fue en ayuda también de Carlomano;
cada cual de los cuatro es buen guerrero,
de valeroso pecho y presta mano;
mas Carlos, que a Bayardo cabalgaba,
a sí mismo esta vez sobrepujaba.
 
 Ninguno al compañero pone mientes,
que por su parte a qué atender le sobra
tregua no dan las hojas inclementes;
cada cual cuanto sabe pone en obra.
Bonanza en tanto gozan nuestras gentes,
y la pagana multitud zozobra;
a tierra va de España la bandera;
se desparpaja la brigada entera.
 
 Marsilio, que intentaba detenella,
hubo de acompañarla en la corrida;
también es el Califa envuelto en ella,
y síguele Morgante a toda brida;
iba Espinel pisándole la huella,
y Serpentín se agrega a la partida;
unos huyen por fuerza, otros por gusto;
sólo hace rostro Ferraguto adusto.
 
 Cual tigre de monteros acosado,
aun en la fuga espanta y amenaza;
ya a los cristianos cede mal su grado,
ya a los que se la daban él da caza;
pero tantos le cargan, que forzado
se vio por fin a abandonar la plaza,
y a no llegar en este punto Alfrera,
muerto sin duda alguna o preso fuera.
 
 A duros golpes del bastón tremendo
el jayán las hileras aportilla;
Galalón, como un pájaro va huyendo;
a Guido y Naimo arroja de la silla.
Pero viene, llamada del estruendo,
de valerosa gente una cuadrilla.
Dudón le asalta y Carlos y Oliveros;
bríllanle en torno a un tiempo veinte aceros.
 
 Quién de lado le amaga, quién de frente;
seria va pareciéndole la cosa;
háselas el jayán con una gente,
ágil a reparar, a herir brosa.
La jirafa se mueve lentamente,
como bestia de suyo perezosa.
Los otros cargan; solo está; no hay caso;
corre aturdido en busca de Gradaso.
 
 El Sericano que le vio venir,
y antes le tuvo en opinión tal cual,
en altas voces le empezó a reñir:
«¿A dónde vas, follón?» Tente, animal.
¿Cómo vergüenza no te da de huir
con ese corpachón descomunal?
Ocúltate a mis ojos, y cuidado
no vuelva yo en mi vida a verte armado».
 
 Dijo: y al ver que ya su campo embisten
las enemigas huestes, vuelve airada
la cara a los monarcas que le asisten;
los cuales, entendiendo la mirada,
la armadura le traen, se la visten,
le calzan las espuelas, y la espada
le ciñen, puestos a sus pies de hinojos,
y no osan de la tierra alzar los ojos.
 
 El tumulto entre tanto y vocería
llegaba hasta la tienda de Gradaso;
y presumiendo que, pues no salía,
estaba ausente el rey, o enfermo acaso,
daba por suyo nuestra gente el día,
y más que el sol bajaba ya al ocaso.
Llena de confanza y de contento
comenzaba a pillar el campamento.
 
 Como cuando, amarrado un toro bravo,
el vulgo se le acerca, y por juguete
uno el cuerno le toca, y otro el rabo;
si rotas las prisiones arremete,
se desparpaja de este y de aquel cabo
sin saber la canalla do se mete;
y creyendo que el toro los atrapa,
éste deja la gorra, aquél la capa;
 
 Así, cuando se oyó Gradaso viene,
huyendo cada cual se destalona,
y nadie que lo ha oído, se detiene
a ver si es grande o chico de persona;
ni sabe a dónde va, ni a qué se atiene;
las armas tira, y todo lo abandona.
Sólo Carlos quedó; quedó Oliveros;
y no sé cuántos otros caballeros.
 
 Picó Gradaso la guerrera alfana,
y a Dudonio arrojó cabeza abajo;
Ricarte cae también de buena gana;
ni le da Salomón mucho trabajo.
Mientras tunde la hueste sericana
los míseros franceses a destajo,
volando el bravo rey, cual torbellino,
se lleva cuanto encuentra de camino.
 
 No toca con la lanza al conde Gano,
que con sólo el amago le esparranca;
al encuentro le sala Carlomano,
y la silla también le deja franca.
Él a Bayardo entonces echa mano;
pero el bruto gentil le vuelve el anca
con una discreción que maravilla,
y asiéntale una coz en la espinilla.
 
 Y como si a llevar fuese la nueva,
dando bufidos por París entraba.
Valió a Gradaso la encantada greba;
si no, la pierna en Francia se dejaba.
No se puede tener por más que prueba,
y el dolor cada instante se le agrava;
en brazos a su tienda es conducido,
y allí de cirujanos asistido.
 
 Entre los cuales un anciano había
que llamaban maese Ferriducho,
perito en herbolaria y cirugía,
a quien por eso el rey preciaba mucho
Si alguno pierna o brazo se rompía,
sanaba luego aquel doctor machucho
la parte enferma, sin dolor ni gasto,
sólo con aplicarle un cierto emplasto.
 
 Éste, después que al rey la herida observa,
no sé qué voces mágicas murmura.
De malva haciendo, aloe y contrayerba
y díctamo de Creta una mistura
aplícasela en forma de conserva;
y dos minutos no tardó la cura.
Gradaso, «habiendo un poco reposado,
sobre la alfana se presenta armado.
 
 Más que nunca soberbio al campo vino.
He aquí la tempestad, huya el que pueda.
El marqués Oliveros al camino
osó salir, y fue a estampar la greda.
Hugón y Avolio con Beltrán y Avino,
y si algún otro de los buenos queda,
todos de aquella lanza derribados
fueron, y todos van aprisionados.
 
 Ya voz de capitanes no es oída;
ya nadie a los infieles hace cara;
arrancan los cristianos de estampida;
llega a París la gresca y la algazara;
en donde, siendo la prisión sabida
de Carlos y los otros, cosa es clara
que en nuevos armamentos no se piensa,
pues no se ve manera de defensa.
 
 Pone la voz el vulgo en las estrellas;
y a los sacros altares acogidas
las madres y las tímidas doncellas,
mandan a Dios plegarias doloridas.
Oyó el Danés la grita y las querellas;
el Danés, que postrado a las heridas
que recibió lidiando con Urnaso,
a duras penas puede dar un paso.
 
 De rabia y de piedad llorando junto,
después que las heridas unge y venda,
se arma; y porque el caballo no está a punto,
que al campo se le traigan recomienda;
y a donde juzga estar más en su punto,
no la contienda (que ya no hay contienda),
sino la atroz horrífica matanza,
a pie va, sustentándose en la lanza.
 
 Llega a la puerta; encuéntrala cerrada,
y de la densa turba oye el lamento,
que en vano a entrar se agolpa, y a la espada
de los contrarios muere ciento a ciento.
Teme el alcaide, abriendo, dar entrada
al enemigo, y no sin fundamento;
a todo el mundo, pues, abrir rehúsa,
por más que se le ruega y se le acusa.
 
 «La puerta, dice Urgel, abre al instante;
el defenderla corre a cuenta mía».
«Del puesto, dice el otro, soy garante;
a mi padre que fuese no abriría».
«Ya no hay paciencia, clama Urgel, que aguante;
ha de costarte caro tu porfía».
Huyó el alcaide; Urgel de un hacha afierra;
la puerta a cuatro hachazos echó a tierra.
 
 El puente cala Urgel; y sobre el puente
la desbandada multitud francesa
de tropel se abalanza, cual torrente
que rompe en el invierno la represa.
Sigue a los fugitivos la inclemente
turba pagana; pero asaz le pesa;
a diestro y a siniestro esgrime el hacha
Urgel, y cuatro a cuatro los despacha.
 
 Cuál es hasta París arrebatado
envuelto entre la chusma fugitiva;
cuál de hombres y caballos muere hollado;
y a cuál del puente abajo Urgel derriba;
uno, vivo y entero es derrocado;
otro, cabeza o tronco deja arriba;
hombres, caballos, armas van al foso,
turbio todo a la vista y sanguinoso.
 
 Mas, crece por instantes la faena,
que, saltando en el puente Serpentino,
taja de un lado y otro la cadena,
y da franco a los suyos el camino.
Urgel levanta el hacha; y si por buena
fortuna no llevara un yelmo fino,
y encantado también, según sospecho,
quedaba el español pedazos hecho.
 
 Del Sericano rey toda la corte,
y del campo pagano llega el grueso.
Cercado está a poniente, a sur y a norte;
mas el Danés no echó el pie atrás por eso;
orden da de que el puente se le corte,
mientras él de la lid sustenta el peso;
y salvos los cristianos de esta suerte,
con leda cara va a buscar la muerte.
 
 Con mil combate a un tiempo y con Gradaso,
que, avergonzado, en alta voz ordena
que todo el mundo vuelva atrás el paso;
y desarmando a Urgel con poca pena
(como a quien tiene el cuerpo enfermo y laso
vertiendo rojo humor por cada vena)
manda que se le asista y se le lleve
con el honor que a la virtud se debe.
 
 Fuera París tomada fácilmente,
sino que ya la noche oscurecía.
Óyese de campanas son doliente
que hace a dolientes voces armonía;
en miedo y llanto la infelice gente
aguarda el venidero infausto día
en que ha de ser París abandonada
a destrucción, a saco, a fuego, a espada.
 
 Estaba por entonces arrestado,
como sabéis, Astolfo en la Bastilla;
por todos y por todas olvidado,
merced a Galalón y a su pandilla.
Era a charlar el duque aficionado;
soltósele esta vez la tarabilla:
«¡Cómo se ve que el Sericán lo entiende,
dice, que a tal sazón la guerra emprende!
 
 «Hubiera yo salido a la pelea,
y otro gallo al tal rey le cantaría.
Sabe dónde le aprieta la correa;
mas hay sol en las bardas todavía;
pues quiera Dios que en libertad me vea,
hará triunfar su causa, que es la mía.
Veremos a quién debe Carlomano
su corona, si a mí o al conde Gano».
 
 Gradaso al regocijo se abandona;
no cabe de contento y de ufanía;
preséntasele Alfrera y le perdona;
todo es favor, merced, galantería;
tan alegre jamás le vio persona
ni de tan buen, humor, como aquel día,
imaginando que a Bayardo oprime
los lomos ya, y a Durindana esgrime.
 
 Afable al rey de Francia da la mano,
y a par de sí con grande honor le sienta.
«Señor, le dice, un peches soberano
de honor sólo y de gloria se alimenta;
de la diadema y del aplauso humano
reputo indigno al rey que se contenta
del ocio vil, dejando que la pompa
y la molicie a la virtud corrompa.
 
 «Si del Oriente vine, fue por eso,
y no por tu corona y tu riqueza;
que apenas basto a sostener el peso
de la que ha puesto el cielo en mi cabeza.
Pues hoy en mi poder te he visto preso,
ha llegado a su colmo mi grandeza;
y ni trofeo ni alabanza alguna
queda, con que me tiente la Fortuna.
 
 «El reino, pues, te restituyo entero;
no pienso en cosa tuya poner mano;
tan solamente que me entregues quiero
el corcel del barón de Montalbano,
que tan noble animal a un caballero
no ha de servir tan ruin y tan villano;
y en un año de plazo a Sericana
harás venir la espada Durindana».
 
 Carlos a prometerle no fue tardo
corcel, espada, y más, si más desea.
«Está bien, dice el rey; pero Bayardo
quiero que luego aquí traído sea».
En busca suya va a París Alardo,
donde Astolfo, que suelto regentea,
incontinenti que hubo Alardo expuesto
la comisión que trae, le intima arresto.
 
 Y luego de su parte va un heraldo
a retar a Gradaso y a su gente;
y que si dice que mató a Reinaldo,
o le puso en prisión o en fuga, miente;
que Carlos con lo suyo pague el saldo,
pues Bayardo es de dueño diferente;
y ya que de otro modo nada avanza
venga el rey a ganarlo lanza a lanza.
 
 Movido a risa más que a indignación
con esta singular mensajería,
pregunta el rey Gradaso qué barón
es el que tan civil recado envía.
«Señor, responde Gano, es un bufón
que a toda nuestra corte entretenía;
de lo que diga no hay que hacer aprecio,
ni dársete cuidado, que es un necio».
 
 «Pues necio o no, repuso el Sericano,
él es hombre de espíritu sin duda.
No piense con su labia el conde Gano
que de lo que es razón me tuerce o muda.
Harto a vosotros me he mostrado humano.
Retado, al reto es menester que acuda.
Decid al duque Astolfo que le espero,
y que venga en Bayardo caballero.
 
 «Al cual, si me le gano con la lanza,
ya no seré a cumpliros obligado
los partidos que os hice en confanza
de que el corcel se me iba a dar de grado».
Mucho con esta súbita mudanza
quedó el Emperador amostazado,
pues la corona, imperio, estado sumo
que pensó recobrar, ve vuelto en humo.
 
 Astolfo, apenas la mañana apunta,
sobre Bayardo se presenta armado
con tanta perla y tanta joya junta,
que un cielo semejaban estrellado;
cubierta de oro está desde la punta
la bella espada que le cuelga al lado,
y en su diestra temblando relucía
aquella hadada lanza de Argalia.
 
 El cuerno emboca y a Gradaso reta:
«Ven, fantasmón antojadizo y loco,
que traes por vanidad la tierra inquieta;
ven, espantajo de hombres de tan poco
seso como el rapaz que se desteta,
que le dicen Gradaso en vezde el Coco;
y venga, si quisieres, a tu lado
el gigantón de Alfrera tu privado.
 
 «Venga Marsilio y venga Balugante,
y toda la española guapería;
Grandonio venga, aquel soez gigante
que ya otra vez probó la lanza mía;
y venga Ferraguto el arrogante,
que en su encantada piel tanto confía;
venga toda tu gente. ¿Por qué tarda?
Un solo caballero es el que aguarda».
 
 Estuvo un rato el rey Gradaso atento,
oyendo al caballero del Leopardo;
poco le ocupa el Duque el pensamiento,
toda le lleva la atención Bayardo.
Hecho el acostumbrado cumplimiento,
así razona al paladín gallardo:
«Díceme Gano que no tienes juicio,
y eres bufón de corte por oficio.
 
 «Otros, aunque aturdido y calavera,
dicen que en la ocasión eres discreto,
garboso, bravo. Sea lo que Dios quiera
(que yo en vidas ajenas no me meto),
a tu llamado vengo, como hiciera
al del más alto y principal sujeto;
mas en cayendo, que caerás de fijo,
venga el caballo; nada más exijo»,
 
 «Suele la cuenta errar el que la ajusta,
responde Astolfo, ausente el hostalero.
Tuyo será, si vences en la justa,
este caballo y cuanto valgo; empero,
venciendo yo, propongo, si te gusta,
que restituyas a su ser primero
a todos los cristianos; y al Oriente
podréis marcharos libres tú y tu gente».
 
 «Que me place, responde el Sericano;
la condición que has dicho acepto y juro».
Y revolviendo, y en la diestra mano
blandiendo aquel lanzón rollizo y duro,
no ya postrar creyera un cuerpo humano,
mas arrancar de su cimiento un muro.
El Duque la encantada lanza blande;
la fuerza es poca; pero el alma es grande.
 
 Gradaso mete piernas a la alfana,
y a encontrarle va Astolfo como un viento.
En el escudo al rey de Sericana
pone la mira, a derribarle atento;
y la Fortuna le otorgó liviana
que se saliese con su loco intento;
apenas el escudo toca el Duque,
es fuerza (claro está) que el Rey trabuque.
 
 Vese el altivo Rey tendido en tierra,
y a duras penas cree lo que le pasa.
¡Oh cuánto el hombre, exclama, oh cuánto yerra!
¡Oh cómo el cielo las venturas tasa!
Vaya que salgo airoso de la guerra;
sin gloria y sin honor me vuelvo a casa;
paciencia y barajar. Ven, oh valiente
caballero cristiano, por tu gente».
 
 El Rey al Duque de la mano guía
haciéndole las honras que es debido.
Nada en el campamento se sabía;
pero todo se daba por perdido.
Carlos al duque Astolfo maldecía,
llamándole de loco y de aturdido.
«¡Ay!, dice, llegó el fin de los cristianos»;
dase calabazadas a dos manos.
 
 Astolfo llega, y dice en tono airado
(confirmando Gradaso el fingimiento):
«—Qué es de ti, Carlomagno desastrado?
Ya toda tu fanfarria es sombra y viento.
Si estuviera Reinaldos a tu lado,
y Orlando, y algún otro que no miento,
en tanta afrenta no se hubiera visto,
como hoy la ves, la santa fe de Cristo.
 
 «Por dar oído y gusto a unos malsines,
oprobio de tu juicio y de tus canas,
extrañaste de ti dos paladines
que de tu trono un tiempo eran peanas.
Con los principios dicen bien los fines:
saca la cuenta y mira lo que ganas.
¿Dónde tu favorito se entretiene,
que a libertarte de prisión no viene?
 
 «¿De qué sirve que un hombre se desviva
sirviendo a quien servicios no agradece,
y con quien sólo el lisonjero priva,
llevando el prez que la virtud merece?
Allá se las avenga el que reciba
leyes de quien le agravia y le escarnece.
Me voy de este país infortunado,
y dejo a quien lo quiera mi ducado.
 
 »Renuncio sangre, ley, naturaleza;
y al buen señor de Sericana sigo,
que me hace su bufón, por la fineza
y los buenos informes de un amigo.
Me empeñaré, señores, con su alteza,
para que os lleve, si queréis, consigo;
Carlomagno será su repostero;
Urgel, escanciador; Turpín, barbero.
 
 »Y pues merced le debo, no pequeña,
galopín de cocina será Gano,
si no quiere más bien cargar la leña
sobre esas espaldazas de villano.
Fortuna me será más halagüeña
bajo mi nuevo invicto soberano,
que no se paga de servil lisonja,
ni con el fasto y el poder se esponja».
 
 Si está Carlos mohino y cabizbajo
oyendo tal, considerar se deja;
es tanta la soltura y desparpajo
de Astolfo, que decir verdad semeja.
Mirándole Turpín de arriba abajo,
«¿Será posible, exclama, que esta oveja
se desbarranque?» «Sí, gran marrullero,
dice el inglés, desbarrancarme quiero».
 
 Lloraba el viejo Naimo como un niño,
Urgel lloró, lloró toda la gente.
No pudo Astolfo al natural cariño
resistir más, y en acto reverente
dice al Emperador: «Postrado ciño
tus regios pies; recíbeme indulgente;
que, tal cual soy, he sido y seré tuyo;
la libertad a todos restituyo.
 
 «Eres dueño de ti y de tu corona;
te vuelvo sin mancilla tus banderas;
tu sagrada magnánima persona
las adquiridas glorias guarde enteras.
Pero por lo que toca a mí perdona
si antes quiero vivir entre las fieras,
que mantener aquí perpetua lidia,
blanco de la calumnia y de la envidia.
 
 »La libertad, señor, es mucho cuento;
sin ella para mí no hay cosa buena;
y si decir me vedan lo que siento,
ni el yantar me es sabroso, ni la cena.
Que Gano haga y deshaga, y el acento
seductor te haga oír de la Sirena;
yo de la adulación no sé el idioma,
y antes que a Gano serviré a Mahoma.
 
 »En busca de mis primos, el de Anglante
y el ínclito señor de Montalbano,
quiero por esos mundos ir errante;
y rogándole al cielo soberano
que conserve tu vida y que levante
más y más tu poder, beso tu mano,
Emperador de Roma esclarecido,
y la licencia de partir te pido».
 
 Todos, creyendo chanza o burla aquello,
míranse unos a otros y a Gradaso;
y hubieron finalmente de creello
cuando el vencido rey refirió el caso.
Galalón con grandísimo desuello
montaba ya su jaca; pero al paso
le sale Astolfo y dice: «Tente, amigo;
la libertad que doy no habla contigo.
 
 «Ten entendido, pillastrón villano,
que prisionero quedas en la guerra».
«¿Prisionero de quién?» pregunta Gano.
«Prisionero de Astolfo de Inglaterra»,
contesta el Duque, y luego de la mano
le toma, y dice, la rodilla en tierra:
«Señor, en honra vuestra le concedo
la libertad que retenerle puedo.
 
 »Pero no la tendrá, si no jurare
del modo más solemne y más expreso,
que siempre y cuando yo se lo mandare,
por tres o cuatro días ha de ir preso;
y si él alguna vez lo rehusare
(pues notorio es a todos cuanto en eso
de juramentos es desmemoriado),
vos me le entregaréis, señor, atado».
 
 Jura Gano y rejura la promesa,
diciendo en sus adentros: «¿Qué me importa?»
Sucedió en tanto al miedo la sorpresa,
y ya a todos el júbilo trasporta;
cuál da al inglés los brazos, cuál le besa;
toda alabanza les parece corta.
«Él ha salvado, el pueblo a voces canta,
la patria, la nación, la iglesia santa».
 
 Por más que Carlomagno le festeja
(que aun la corona le ofreció de Irlanda)
constante en su designio a Francia deja,
y en busca ya de sus amigos anda;
pero antes que los halle, me semeja
que se arrepentirá de la demanda;
el tiempo lo dirá, si, Dios mediante,
la empezada labor llevo adelante.
 
 Toma gozosamente su camino
la muchedumbre bárbara pagana;
el Sericán se fue por do se vino,
y en París Carlomagno se arrellana,
al cual, según barrunto, no imagino
he de volver en toda la semana;
que Reinaldos me llama, y me está Orlando
a más variado asunto convidando.
 
 ¡Hijo ilustre de Aimón! pisar te miro
esa ignorada playa, errante, incierto,
do tras tan largo, arrebatado giro
tu milagrosa barca tomó puerto.
Mas yo también por encontrar suspiro
(barquero humilde, tímido, inexperto)
seguro abrigo a mi bajel cascado
para volver al piélago salado.

Poesías. Chile (1829-1865)

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