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LUNÁTICOS O ENLUNADOS

A propósito de los lunáticos conquistadores de la luna. De: Paisaje para funámbulos: poemas de la pandemia, 2020

LUNÁTICOS O ENLUNADOS
Por ahí andan diciendo que la luna
será un objeto más
del marketing del holocausto.
Ella nos mira de reojo desde el Mar de la Tranquilidad
mientras que desde kaguya la monitorean
una pareja de “honorables ancianos”
con antenas y sondas cibernéticas.
Los espectrómetros la contemplan
con menos candidez
que los enamorados desde tierra;
los técnicos claudicaron en su intento
de capturar una imagen satelital
pues cayeron, por fallas de robótica,
en sus intrincados mecanismos,
convertidos en chatarras lunares,
por las vecindades del cráter de Gill.
Considerada nuestra hija natural
insisten en darle reconocimiento oficial
mediante una partida de bautismo;
eufemismo con que ansían desconocer
la individualidad de lo que existe.
La sonda Clementine ensayó marcar antecedente
que les diera derecho de usufructo.
Para entonces, la piel de la Selene
tampoco fue rozada por mano codiciosa.
Afortunadamente Clementine explotó
en volutas de fuego, próxima al asteroide,
por otra falla técnica, esta vez, de la Nasa.
De seguir las cosas como van
no está lejano el día
que alquilarán balcones para ver a la luna,
ignorando que a 400 kilómetros de altura
lo poco que podrían advertir esos intrusos
es lo que no puede ver el ojo humano.
A la luna hasta ahora han ido a pisotearla
una docena de astronautas despistados,
eso sí inspirados, revelando un axioma
en relación con la “anchura de un paso
y la desmesura de la humanidad.”
De estas aventuras, ya se sabe,
que no tienen desenlace feliz
por un simple error de juicio
que demuestra la avaricia y la codicia
de quienes creen poder usufructuar
a la luna como un recurso más.
El Océano de las Tormentas
nos sugiere un rechazo absoluto
a cualquier intento de aproximación.
La “selenografía”, hasta ahora explorada,
da cuenta de la búsqueda inútil de la vida
más allá del delirio y la alegría
de transitar de noche, en parejas, “enlunados”.
Se ha comprobado que
quienes más conocen de la luna
son los enamorados, o los que estamos en ese trance.
Y que los que se empeñan
en buscar residencia más allá de la tierra
tendrán que viajar más lejos
porque en la luna solo viven los locos,
mejor dicho los lunáticos.
Ella es una virgen sagrada
contemplada desde la nostalgia.
Ella es motivo y razón de una congoja,
es el albur del ensueño y la melancolía.
Porque a la luna solo se le puede cantar
con coro de primaveras, de veranos u otoños;
en invierno ella se mece con nosotros
metida entre el abrazo de un refugio
a disfrutar la lumbre y el fuego del hogar.
La luna se puede vestir de todos los colores,
se le antoja a veces aparecer radiante
con sus ojos de fantasía y su melena ensortijada.
La luna puede ir de traje deportivo, de gala,
pero en traje de noche es insinuante,
es la sumatoria de todos los devaneos.
Se ocupa caprichosa de su propio tamaño:
a veces está llena, otras en cuarto menguante,
su sofisticación rompe las candilejas
con destellos que brincan por el aire;
cuando va en creciente es cuando más sorprende,
la amplitud de sus senos y el vigor de sus flancos
son una desmesura de la sensualidad.
Deseo y pasión retozan indiferentes
y es cuando el mundo me importa más.
Pareciéramos los últimos vástagos
de esta especie de inteligencia superior
descendiendo por entre las miserias
hacia el origen de las últimas experiencias
de una vida armoniosa o prístina o virginal.
Lo último que se dice es que Proyecto Artemisa
propone unos acuerdos y unas mínimas reglas
para que estos “autómatas” depredadores
aprovechen las modas cibernéticas
que nos permitan viajar hasta Selene desde tierra.
Qué impostura, qué charlatanería,
seré el primero en comprar un tiquete
para tocarla a ella en todo su esplendor.

Constantinopla a la luz de la luna, sin fecha Ivan Konstantinovich Aivazovsky (1817-1900)

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