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Elegía

Cánticos de tus vírgenes sagradas,
que de tu amor proclaman las dulzuras,
son esas voces que, de unción colmadas,
llegan al corazón graves y puras.
 
Tu soberana mano ¡Ser eterno!
me ha conducido a tan amable asilo:
yo reconozco tu favor paterno,
y empieza el pecho a respirar tranquilo.
 
Permite, pues, que al religioso coro
hoy se asocie, aunque indigna, la voz mía:
cubierta de ciprés mi lira de oro,
para alabarte aun hallará armonía.
 
De tu justicia el formidable azote
en mí se ensangrentó por tiempo largo;
mas, si lo quieres tú, que el labio agote
del cáliz de la vida el dejo amargo.
 
Prolongue a su placer mi senda triste
tu providencia inescrutable y alta;
que si la fe de su bondad me asiste,
vigor para sufrir nunca me falta...
 
Rompes mis lazos cual estambres leves;
cuanto encumbra mi amor tu mano aterra;
tú haces, Señor, exhalaciones breves
las esperanzas que fundé en la tierra.
 
Así, lo sé, tu voluntad me intima
que sólo busque en Ti sostén y asiento:
que cuanto el hombre en su locura estima
es humo y polvo que dispersa el viento.
 
Mas no condenes ¡ah! que acerbo llanto
riegue ese polvo que me fue querido:
bendiciendo mi voz tu fallo santo,
deja gemir al corazón herido.
 
El alma que a tu seno encumbró el vuelo,
obedeciendo a tu querer, Dios mío,
por toda herencia me dejó en el suelo
ese sepulcro silencioso y frío.
 
Y ni ese triste bien permite el hado
pueda yo siempre custodiar amante:
bajo extranjero cielo abandonado
lo he de dejar para gemir distante.
 
¡Oh esposas de Jesús! Cuando aquel llegue
forzoso instante de la ausencia impía,
permitid ¡ay! que ese sepulcro os legue,
y en él al corazón que os lo confía.
 
Ya lo purificó la desventura,
y vuestro puro afecto lo embalsama:
no olvidéis, pues, que en esa sepultura
velando queda un corazón que os ama.
 
Y tú ¡Señor! que entre tus hijas santas
hoy me toleras con piedad benigna,
acepta con sus himnos a tus plantas
las bendiciones de tu sierva indigna.
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