Cargando...

Soy matea

Soy matea, ñoña, o como le dicen, perquin. Me persiguen esas cadenas desde mi temprana edad y me acompañan con sus grilletes oxidados. Fue mi impronta, mi firma, mi talento, lo único con lo que pude defenderme dentro de un mundillo en donde había que sobrevivir. Luego quise extinguirlo, derrocarlo, prenderle fuego y hacer como que nunca hubieran existido esos 8 años de educación en los que no era nada mas que la niña inteligente. No merecía ningún otro adjetivo, ya que no hacia mas que eso. Ser inteligente, ganar medallas, conversar con los profesores, tener 2 amigas que saliendo del colegio dejaron de existir, enseñarles a los desesperados y pararme contra las paredes de los pasillos viendo eso que llamaban amistad desenvolverse entre los adolescentes. Eso que llamaban romance florecer con cada mirada furtiva de jóvenes heterosexuales millonarios. A mi no me tocaba ni pan, ni pedazo, ni miga. Fui adoptada por algunos que encontraban chistoso tener de amiga a la matea, que descubrían que a la perquin también le gustaba la música, el arte, algunos desadaptados deportes como el cross-country, el lanzamiento de la bala y el disco. Cuanta gratitud a esos seres, que encontraban en mi un experimento social, y me daban unos minutos al día para dejar de pensar en lo desagradable que debía ser verme así, sola en las paredes, con ese acné y ese pelo, voluminoso y seco. Encontré en el alcohol un gran amigo, la desinhibición. FINALMENTE, podía salir de la careta, de ese personaje autoimpuesto, forzoso, mecánico, ansioso, que chirriaba con cada movimiento a falta de aceite, que necesitaba renovar sus piezas y actualizar sus sistemas. El alcohol, me abrió la puerta a la sinvergüenzura, aquella que tenia puertas adentro, aquella que pocos podían ver, porque a pocos les confiaba tal acto sórdido. El alcohol que me permitía soltarme las trenzas y creerme Elvis, Madonna, Luis Miguel o Marilyn, que le abría la puerta a la talla limpia y la risotada fuerte. De la mano, el cigarro, que acallaba la ansiedad de comerme las uñas y sacarme el pelo. Mis primeros aliados y los peores profesores. Tristemente ninguno de los dos logró que desaprendiera la ñoñería. Seguía siendo aquella desadaptada que quería cantar como Whitney Houston a espaldas del mundo, sin que la escucharan mucho, pero gritando. Qué vergüenza más fatal sentirme con una dualidad extrema, entre la libertad y el encarcelamiento, entre la fuerza y la debilidad. Siempre enferma, pero nunca con frío, siempre herida, pero saltando largas distancias. La capacidad del todo y la nada me corroen hasta hoy con un puñal que me insta a cada momento a elegir un camino. Izquierda o derecha. Arriba o abajo. Vida o muerte. Aunque en los últimos tiempos creo que ya ni siento el puñal. Está metido tan profundo en la carne que ya lo incorporé a mi organismo. Se que arde, se que hiere, pero la decisión me tiene harta, cansada, agotada realmente. ¿Dónde esta esa esencia de películas en la que cada personaje puede llegar y encontrarse a si mismo plenamente luego de escuchar una tonada, o bailar un ballet? ¿Dónde está mi ballet, mi canción, eso que me despierte del ensimismamiento y me permita salir de la coraza? Al no encontrarlo, vuelve el alcohol, mi fiel amigo, contigo no escucho ni mis pensamientos mas reiterativos. Solo fluyo, descalza sobre vidrio. Ni me di cuenta que ya lo solté todo frente a un par de desconocidos. Qué más da. Otro más, como siempre.

Otras obras de Catalina Naveas...



Top