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Variaciones a un tema de Miguel DOrs

Ellos que tienen una vida cinco estrellas,
paraguas de seda y sexo a gogó,
turquesas piscinas californianas, acuarios con peces amarillos,
editio princeps sobre las pieles más jóvenes,
y van a Samarcanda en Rolls-Royce,
y solo a ellos les hablan las hadas y las hechiceras
de los barrocos más luminosos y últimos del mundo,
y su vida son focos y pasarelas internacionales,
viajes en first-class con joyeros rebosantes de diamantes
y no son felices...
 
Y yo que tengo una pequeña aldea gallega,
una techumbre de estrellas lívidas,
lluvia, unas pocas, humildes y pobres palabras,
una ociosidad vagabunda,
un cementerio, tres eucaliptos cerca,
el sueño tranquilo, gatos y perros silvestres,
yo que tengo una soledad unánime
como el puro caer de la nieve,
el murmurar para mí de nubes y vientos,
la belleza delicadísima de la niebla,
yo que sueño un largo camino,
yo que siento la luz con sabor a monte
y tampoco soy feliz...

La luz tamizada y oscura cae sobre el tejado, el alto linaje de mi secreto burgués consiste en saber estar arrellenado en el sillón, traspuesto, quieto, con una copa sobre la mesita.

Así se calman las hogueras del caliente e híspido corazón del mundo. El insoportable fárrago, el estruendo de chirrido y furia se adelgaza o desvanece si me estiro en el diván con un libro. La tiranía vulgarzota del éxito, el alud de la avaricia, la devoción a la maldad, los modos tan maleducados que se adueñan del trato, la polución de la tierra y el desbarajuste (como nueva teología omniexplicativa) del dinero, el culto a la imbecilidad, todo huye merced a mi pax burguesa.

La felicidad es un estado catatónico caracterizado por la incapacidad para la sorpresa, una suerte de monótono, previsible enclaustramiento doméstico, como cuando me siento en la galería cálida acristalada y me embobo mirando nada. O no, es decir, mirando el vacío con atención.

Miro atento y voraz la iglesia del siglo XIII contigua, a dos metros de mi galería, y sé que la iglesia y el hogar son la eudaimonía. Paz. Ver el amor y ritmo binario con que cae el orvallo. Ver al fondo el valle psicalíptico de los cañones del Sil. Mientras leo a Platón, Plutarco, Tito Livio, Montaigne, al barón de Maldà... Rodeado de utillaje y mobiliario altoburgués (menos, muchísimo menos en mi casa de Orense, ya que por prudencia no debo hacer grandes dispendios aquí sino ahorrar como hormiguita)

Recuerdo una novela de mi baja adolescencia, una novela mítica que hace décadas que se me cae de las manos debido a un pathos propio de una crisis de paso o madurez, de tránsito hacia las certezas y convicciones de la adultez, la archifamosa «El lobo estepario» de Herman Hessse, donde en una escena Harry Haller se para en el rellano de un piso del edificio de la pensión donde se hospeda, y, las macetas de flores, la limpieza y lustre del entarimado, el olor a alcanfor y el orden general implícito, le provocan una rememoración entre epifánica y elegíaca al mundo pequeñoburgués de su feliz infancia.

Exacto; esa disposición moral estrecha y ordenada (susceptible, como cualquier cosa, de crítica) es el símbolo, las raíces y la savia de la civilización. Ese discreto encanto se conjura contra el terremoto ácrata. No negaré que todo escritor debe tener de alguna manera una úlcera dentro o un yo dañado, un daimon dionisíaco, pero sin el reglamento del apacible mundo burgués apolíneo, Caos destruiría en un periquete el mundo.

La actual depauperación en Occidente de las clases medias no anuncia ni presagia nada bueno, bien al contrario. Una mesa con cuatro patas está bien hecha, no cojea, como una sociedad en que abundan las benditas clases medias.

Escribió Wordsworth:

«Cuando, durante mucho tiempo, de nuestro mejor Yo fuimos
apartados por el ajetreado mundo, y desfallecemos,
enfermos de su quehacer y cansados de sus placeres,
cuán misericordiosa y benigna es entonces la Soledad».
No siempre es verdad. Qué misteriosa y azarosa es la vida. Unas palabras oigo tendro de mí, palabras dentadas, afiladas, filosas: No fuiste feliz. Ave et vale.

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