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Etapas

Hay etapas de la vida que una recuerda con gusto amargo,
que llenan de incertidumbre la cocina
mientras se revuelven con recuerdos del ayer que quisiera borrar.
Después me acuerdo de que nada de lo que soy hoy sería
y se me pasa lo de borrar.
Pero eso no le quita el gusto amargo,
la desazón que trae la desesperanza,
el vacío que deja la soledad
cuando se ha olvidado cómo estar sola.
Entre tanta desilusión asfixiante y
miedo a la espera
caí en un lugar al que nunca pensé llegar:
estaba en un pozo negro, interminable,
en una caída libre eterna
y solo me tenía a mí. O me hubiese tenido.
El problema fue que yo no estaba,
me habían disminuido, al punto que me lo creí.
Solo sabía que todo era mi culpa,
que lo malo era mi culpa,
que la que no sabía ni entendía nada era yo.
Solo tenía una idea vaga de quién era, no me encontraba
y si lo hacía, no me reconocía.
Fue en ese momento,
en el que prácticamente no existí,
en que todo se fue al carajo.
Hoy no puedo poner en palabras eso que sentía;
era una angustia que me desarmaba el pecho, un temor inmenso
que me consumía, la inseguridad de saberme inferior,
el creerme todas y cada una de las proyecciones que hicieron en mí.
En ese agujero, sin final, fue que conocí el dolor físico
que solo provoca la depresión. Porque, sí,
atenté contra mi vida.
 
Hoy, después de seis años, estoy rodeada de luz,
el pozo puede estar cerca, a veces incluso demasiado –mi pecho lo siente–
pero aprendí a conocerme, a descubrirme, me encontré
bajo otro cielo
otras palabras
otra mirada.
Los fantasmas pueden intentar matarme, pero nunca los voy a dejar.

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