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A María de Peña

Tómame en esta tierra una dolencia
que en Cataluña llaman melarquía,
la cual me acaba el seso y la paciencia.
 
Y como no me deja noche y día,
menos me da lugar para hablarme,
señora Peña, con vuestra señoría.
 
Pero, como podéis sola mandarme,
dándoos caso tan justo y tan sabido,
hacedme esta merced de perdonarme;
 
que a cabo de cuatro años de partido
os demando perdón, si se perdona
escribiros tan corto y desabrido;
 
por que, como descrece Barcelona
y huye aquella playa gloriosa,
ansí va enflaqueciendo la persona.
 
Comiénzase la vida trabajosa
con el mar, con el viento y la galera,
triste, turbada, malenconiosa.
 
Con sola esta disculpa que yo diera,
hallándome tan mal como me hallo,
bastaba a ser creído de cualquiera.
 
Mas a vos, de quien fui siempre vasallo,
y nunca de criada de otra dama,
me conviene dar cuenta por qué callo.
 
Para decir verdad, esta vuestra ama
tiene tan olvidados sus amigos,
que está mejor aquél que menos la ama.
 
No es menester buscar largos testigos,
mostrándose el descuido de su mano
que la hace cobrar mil enemigos.
 
¿Qué le cuesta escribir a un veneciano
una letra, un borrón, una cruceta,
y tratarme después como a villano?
 
El ganar los amigos a estafeta
y perderlos a soplos no es camino
de quien por cabo quiere ser perfeta.
 
Al señor que tenemos por divino
que da y quita a su modo la ventura
demandaré venganza de contino.
 
No que pierda la flor de hermosura,
que esto será excusado tan aína
y perdería lo que ella menos cura;
 
querría que le diese una mohína
creyendo que algún día ha de nacer
en este mundo otra doña Marina;
 
y que ella misma viese en él crecer,
en gracia y en valor y en discreción,
alguna que le pueda parecer.
 
Aconsejalde que mude de opinión,
ansí os veáis con Torres desposada,
porque el pueblo es de mala condición.
 
No sea tan bizarra y confiada,
que no es siempre seguro el caminar
por encima del filo de la espada.
 
Y para que podáis determinar
si os doy tan buen consejo como suelo,
quiero con vos un poco razonar.
 
Cuando nos crió Dios en este suelo,
se trabó una quistión tan furiosa
que puso en armas casi todo el cielo:
 
si debía de ser Eva hermosa
o fea, y aquel día en solo el gesto
se habló, sin travesarse de otra cosa.
 
Cargaron tantos votos en el puesto
de los que la querían para fea,
que fue forzoso resolverse en esto:
 
la que saliere fea, que lo sea,
y que siga y de nadie sea seguida
hasta que de remedio se provea;
 
la que fuere hermosa conocida,
que le dure esta flor por accidente
parte de un solo tercio de la vida.
 
No por que el feo sea inconveniente,
mas désele esta gracia en vez de sal
como para apetito de la gente;
 
antes digo que es cosa natural
por ser principio y fin de la edad,
y lo hermoso es forzado y desigual.
 
¿Qué reino, qué provincia, qué ciudad
en la vida del mundo fue asolada?
¿Qué mujer se ahorcó por fealdad?
 
¿Trae flaca o amarilla o espantada,
por ventura, la gente deseando
loca, celosa y desasosegada,
 
por medio de la calle sospirando,
o confiada o arrepentida luego,
o fuera de propósito cantando?
 
La fealdad no teme el niño ciego,
ni hace ni recibe aquella guerra
que solemos decir a sangre y fuego.
 
De todos va segura por la tierra,
no la quiere ninguno mal ni bien,
ni mira cuándo acierta o cuándo yerra.
 
De ninguna ocasión toma desdén,
llama fuera de humo ni altereza;
si os place bien está, si no también.
 
Con galas disimula su bruteza
y huelga de mostrarse en todo humana
encubriendo la falta con destreza.
 
Conviene que a la noche o la mañana
le dé la hermosura la obediencia,
o a lo menos una vez en la semana.
 
El ánimo y constancia, elocuencia
y otras virtudes mil a esta señora
suelen acompañar con la prudencia.
 
Siempre está en una forma duradora,
a lo claro, a lo obscuro, día y tarde,
y no se va mudando de hora en hora.
 
Ningún hombre la mira que se guarde,
claridad que recibe y no da pena
y que, sin encender, se enciende y arde.
 
A la comida, fea, y a la cena,
al dormir, al soñar y al despertarse,
fea en luna menguante y luna llena.
 
Gran cosa es que no pueda curarse
la dolencia y siniestros en que queda
la hermosura cuando va a acabarse:
 
gestos, meneos, vueltas como en rueda,
el descontentamiento en el espejo,
animal que a ninguna deja leda.
 
Como si en nuestra tierra el mozo, el viejo
fuesen tan solamente diferentes
en la edad, en el pelo o el pellejo.
 
La hermosura no tiene parientes,
ni Dios, ni ley, ni rey, ni tierra o casa,
ni vecinos ni amigos bien hacientes.
 
Quémaos el corazón como una brasa
con ojo o con palabra o con meneo,
y trompícaos si os toma a silla rasa.
 
Absoluta tirana del deseo,
¡cuánta esperanza enhila o desbarata
con un “tienes razón” o “no te creo”!
 
Hácese mortecina como gata,
después saca una furia del diablo
que a cada paso os corre la zapata.
 
Estad, señora Peña, en lo que hablo
y en ser fea también, pues es posible
sin espantaros nada del vocablo.
 
Mirad que es ser hermosa aborrecible
y, si a mí me dejasen a mi modo,
antes escogeré ser invisible.
 
He querido deciros esto todo
porque podáis vuestra ama aconsejar
que no nos ponga a todos tan del lodo.
 
Mire que el verdegay se ha de acabar,
dado que ella lo estime harto poco
pues tiene lo que siempre ha de durar.
 
La negra dama, fea como un coco,
siendo como ella es discreta y diestra,
piensa tornar el mundo medio loco;
 
y ella, tan estimada como muestra
de saber, de virtud, de valor y gloria,
¡que cierre a sus amigos la finiestra!
 
Aún vea yo borrada su memoria
del libro de la gente, y en sus ojos
volar a mano ajena la vitoria;
 
los trofeos cogidos a manojos
por otro nuevo nombre levantados,
y en carro extraño puestos sus despojos.
 
No sea en penitencia de pecados
ni en venganza que alguno le desea,
sino en pena de amigos olvidados.
 
¿Cómo queréis, señora, que la crea
quien viere su memoria vacilando
y no tener amigo que no vea?
 
Mas pienso que irá siempre mejorando
y que pondrá el cuidado todo entero
en ganar los ausentes de su bando.
 
En esta cuenta yo seré el primero,
pues que siempre lo fui, y de su bondad
tratado como amigo verdadero.
 
Entonces, puesta aparte la humildad,
levantaré una voz que durará
por el tiempo de la inmortalidad.
 
Sus loores el Ebro llevará
con las bermejas ondas en oriente,
donde el primero sol las oirá;
 
y por el rubio Tajo al occidente
oirá el postrero sol llevar su nombre
en lenguas y memorias de la gente.
 
Ella tendrá la fama y el renombre,
yo estaré de lo hecho tan ufano,
que me parecerá ser más que hombre.
 
Y donde Guadiana, manso y llano,
con espaciosas vueltas se desvía,
pareciendo ora tarde ora temprano,
 
a la orilla del agua clara y fría,
de mármol alzaré un soberbio templo
en la extendida y verde pradería.
 
En medio estará ella, a quien contemplo
tan hermosa, tan grave y adornada
como quien es nacida para ejemplo.
 
Yo, primer vencedor de esta jornada
visto en púrpura clara de levante
en aquella llanura despachada,
 
revolveré cien carros por delante,
con cada cuatro blancos corredores
que vencerán el viento, aunque pujante.
 
Cantando entre la yerba, entre flores,
mil voces a su nombre llamarán
y responderá el cielo a sus loores.
 
Las Españas al Tajo dejarán
con los bosques del gran Guadalquivir,
y en dorados arneses se verán
 
unos con duras lanzas embestir
esparciendo en el aire las astillas,
y con limpias espadas combatir;
 
otros, en vestes blancas y sencillas
mezcladas de color vario y vistoso,
harán por aquel prado maravillas.
 
Después yo, todo vanaglorioso,
con guirnaldas de oliva coronado,
en veste roja y hábito pomposo,
 
visitaré su templo consagrado
sacrificando humanos corazones
y deseos mezclados con cuidado,
 
voluntarias cadenas y prisiones,
con muchos que merced le irán pidiendo,
rendidos sus despojos y pendones.
 
En blancas piedras se verán viviendo
los reyes, sus abuelos, entallados,
cuyos nombres la fama va extendiendo.
 
La triste envidia, los contrarios hados,
el rencor de las furias maliciosas
caerán en el infierno desterrados.
 
Mas porque al comenzar tan altas cosas
el seso y la razón no se desmande,
tú me ayuda, pues puedes, ves y osas.
 
Sin ti no puede haber principio grande,
y ansí, doña Marina, callaré
hasta que tu grandeza me lo mande.
 
A vos, señora Peña, bajaré,
que hablar con vuestra ama no se puede
sin tocar en misterios de la fe.
 
Si lo que yo os escribo ella concede,
lleváranos tras sí con media seña
y hará de nosotros cuanto puede.
 
Importunadla bien, señora Peña,
que yo sé cuánto vos podéis con ella;
ansí pueda ver yo tan buena dueña
como agora a mis ojos sois doncella.
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