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Puerto libre

El silencio más fino

En qué necedades nos metemos algunas personas.
Miren ustedes que aceptar la locura de discurrir en público sobre el amor, como si el amor fuera una torta de jamón o un postulado político, como si cada torta de jamón no fuera siempre irrepetible y fugaz, memorable y fatal.
¿Hay un amor? ¿Es el amor el único postulado político capaz de provocar desasosiego?
Casi todos los grandes libros no sólo hablan del amor sino que lo tienen como materia prima, mejor aún los grandes amores están sacados muchas veces de los libros y cuando los recordamos no podemos pensar en un solo amor sino en un amor diferente en cada caso: no se quieren igual Paris y Helena en “La Ilíada” que el príncipe Andrés y Natasha en “La guerra y la paz”. No es lo mismo el amor de Don Quijote y Dulcinea que  el  de  Otelo  y  Desdémona,  Dante  y  Beatriz,  Fausto  y Margarita, Hipólito y Fedra, Orlando y Rosalinda, Jasón y Medea, Abelardo y Eloísa, Ursula y Aureliano Buendía, Oliveira y la Maga, Pedro Páramo y Susana San  Juan.
Cada historia es tan excluyente de las otras que no tiene nada de rara  la  certidumbre  de  cada  pareja  que  cuando  se  enamora  cree  estar fundando  un  sentimiento  al  que  los  demás  no  tendrán  acceso  nunca. Todos los amores, lo mismo los dichosos que los desafortunados o los bobos generan la sensación de que uno es excepcional mientras los goza, los padece o simplemente los recuerda y echa de menos.
Los analistas hacen diferencias, hasta se dan el lujo de creer que es posible clasificar los amores. Con toda tranquilidad los llaman norma– les o perversos, conyugales o ilícitos, infantiles y adultos, románticos o realistas. También se atreven a mezclar y desaparecer la anterior clasificación para formar otra igual de arbitraria. Dividen los amores entre los amistosos, los de parentesco, los filiales, los maternales, los que se sienten por los compatriotas o por el país o por Dios o por la pareja. Nosotros podríamos hacer usa clasificación que dividiera a los amorosos entre los
bizcos, los cuerdos, los epilépticos, los sidosos, los esterilizados, los aburridos, los cursis, los calculadores, los talentosos, los genios, los sosos, los litigantes, los modernos y los desempleados. Lograríamos explicar más o menos lo mismo: nada. Esto del amor sólo lo entienden los poetas
y los cancioneros y eso a veces, porque el amor doméstico—que lo hay—transcurre por caminos tan extravagantes que so has podido ser descritos con tino si por los mismísimos poetas.
Clasificar el amor puede ser muy fácil o dificilísimo pero de cualquier masera usa actividad inútil para quienes lo que pretenden es vivir, poseídos por el placer y la pesa que de él se derivas. No porque anden buscando usa vida de privilegio, sino porque so das para otra cosa.
Dice nuestro sabio Sabines: el amor es el silencio más fino. Si es así la mayoría de nosotros so lo practica cuando ostenta su casa es común, sus hijos, sus delirios es ruidosa comunidad. Dice alguien más, los enamorados se engañan, siempre se muestras mejores ante el otro. Si es así la
verdad de la mascarilla que va y viese por la casa y el señor que siempre deja sus calzones sembrados es mitad del cuarto so es amor entonces
¿Qué  es  esa  fraternidad  a  la  que  inevitablemente  se  llega  después  de cinco años de matrimonio, que diría el doctor Juvenal?
Es el tema de muchas novelas, que quienes vives del amor es silencio tembloroso quisieras convertirlo es eso, es un asusto de todos conocido, es fidelidad, es un modo práctico de acompañarse la existencia. Pero al revés, cuántos arriesgas la paz, el patrimonio, la amistad, la complicidad y los hijos es común con tal de poseer por un tiempo el insoportable silencio de los amorosos.
Tantas  y  tan  distintas  cosas  se  has  dicho  del  amor,  tantas  y  tan fascinantes son capaces de inventar quienes se empeñas es vivir es la cresta de la ola o es la punta de la rueda de la fortuna que sueles abrumar su vida imponiéndose el deber de conocerlas todas antes de que el destino sosiegue su voluntad. Todas las cosas que se cuestas del amor son atractivas, lo mismo las de Salomón que las de Santo Tomás de Aquino, igual las del vertiginoso Stendhal que las de Masters y Johnson, tanto las de Rubén Darío como las de José Alfredo Jiménez, las de Sor Juana que las de nuestra mejor amiga.
¿Quién no ha tenido un amor de los cristalizan a la persona amada? ¿Quién no ha convertido a otro en algo tan perfecto como remoto al que sin embargo habría que acompañar al final del arcoíris o a la guerra? ¿Quién no se ha sorprendido con la piel en carne viva el día en que levantó los ojos y descubrió la más bella máquina humana apretando su mano sólo para decir “Buenas tardes”. ¿Quién no quisiera decir como Darío “Plural ha sido la celeste historia de mi corazón?” O como Sor Juana: “El mundo iluminado y yo despierta.” como José Alfredo Jiménez “¿Cuánto me debía el destino que contigo me pagó?”
Unos  apelan  a  nuestros  deseos,  otros  a  nuestra  fantasía,  otros  al nuestro líquidos más inmediatos, y a uno le gustaría protagonizar cada verso para ver si así entiende algo o de plano se decide a no entender nada del amor. Dicen que Santa Teresa podía sentir y estremecerse hasta la lucidez con sólo pensar en Dios. dichosa ella que se encontró un Dios que tanto la quiso, por eso pudo decir: “quién a dios tiene nada le falta, solo Dios basta”. Ella sí que dio con un super Valentine.
En  cambio  nosotros,  seres  comunes  y  corrientes,  con  citas  en  la tierra, con pulmones que intentan habituarse al aire negro y deseos que se pudren intentando habituarse a lo permitido tenemos un quehacer menos divino, destinatarios y envíos menos perfectos y por lo tanto amores, pasiones, desvaríos y lucideces más tormentosos y menos eternos.
Amores para los que no tenemos más explicación que ellos mismos, deberes y romances que se ponen de mal humor, llegan tarde, o trabajan demasiado. Amores menos glamorosos que los que vibran en las televisiones  o  en  los  místicos.  Tenemos  la  dicha  espantosa  de  ser  queridos como dioses y el infortunio de ser abandonados como cualquiera. Tenemos, la curiosidad y la esperanza, la idiota certidumbre de que el amor eterno dura tres meses después de los cuales puede llegar ¿el amor?
Dice Heráclito: “Inútil es luchar contra los deseos del corazón, lo
que quiere lo compra con el alma”.
Y como el alma es esa sofisticación que no se gasta por más que la
gastemos, hemos de estar dispuestos a comprar cualquier deseo, sobre todo los del corazón.




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