No es su risa lo que me llama,
sino lo que en mí remueve.
No es su andar—ligero, casi sin peso—
sino el modo en que me recuerda
cómo era yo cuando todavía no pesaban
los días iguales,
las cenas tibias,
la decencia bien planchada de ser siempre el mismo.
Ella no es promesa.
Es recuerdo de una chispa.
La posibilidad absurda
de que aún haya algo que no está dicho,
ni hecho,
ni muerto.
Dije muchas veces:
no es ella.
Es lo que simboliza.
La juventud en fuga,
el aire sin reloj,
el deseo sin calendario familiar.
Pero a veces—en medio de un pasillo,
después de una guardia
o de un chiste sin importancia—
hay un segundo exacto
en que me acuerdo de que la vida,
cuando quiere,
te mira con los ojos de alguien
que no te debe nada
y te dice, sin decirlo:
“podrías volver a ser.”
Y entonces dudo.
No de mi lealtad,
sino de mi verdad.
Porque hay noches en que no sueño con libertad,
ni con volver a tener veinte,
ni con huir.
Sueño con ella.
Con su forma de estar sin estar,
con su voz,
con su olor que apenas roza el aire cuando pasa.
Y sé que ya no estoy pensando en símbolos,
ni en espejos.
Estoy pensando en ella.
Y me asusta un poco,
saber que ya no se trata de mí.
No del yo que quiero rescatar.
No del hombre que se adormeció bajo el deber.
Sino de ella.
Ella como nombre.
Como carne.
Como pregunta.
Ella como única respuesta que no sé pronunciar.