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La ruta

¡Qué hermosa corre la ruta
de Rapel al río Laja
antes de que lluvia o nieblas
la pongan bizca o cegada!
Sin brazo alzado conduce
como nos lleva nuestra alma,
y va recta a su destino
si los Andes no la atajan
o le tuercen la aventura
como al amante y la amada.
 
Y esta ruta no va, no,
desnuda ni solitaria:
va asistida de poleos,
de hierbabuena y de salvias,
adulada de alamedas
o silabeada de cañas.
 
Por que de rasa y lampiña
no haya tedio la cuitada,
y por que la vagabunda
no pare en desesperada,
sigue, sigue, sin relajo,
como loca o embriagada.
¡Qué obsesión y voluntad
la cogió, la lleva y manda
para que no la detengan
la tormenta, la nevada,
el torrente, la pedrera
y el rodado que la alcanza...
 
Va zurcida de charoles
como la carne estropeada
y, a trechos, suelta unos visos
como de anguila empapada.
Por fin a la noche llega
libre de tropa y muladas
y la restaura el rocío
de la ancha noche estrellada.
 
Todos los colores caen
a la sierva y la humillada;
ella asusta en los ponientes
lamida de cobre en llamas
y en noches de luna embruja
cual Sulamita azulada.
Pero es más la Mujer-Ruta
en sus estameñas pardas,
nieta de Tahuantinsuyo
sin facciones, voz ni nada,
Mama Ocllo cargadora,
toda silencio y espaldas,
sin contar cuánto se sabe
por más que sepa mil fábulas.
¡Lleva, lleva y aunque arribe
nunca duerme en las posadas
y del amor que la lleva
será que corre embriagada!
 
Tan fiel que lleva, por más
que mude nombres y caras,
desde lo llano a lo pino,
voluble de alucinada
y en loco garabateo
de conflictos y de alianzas.
 
Los que marchan van alertas
como van las vivas aguas...
que la cuesta que el atajo,
que la gran piedra rodada,
que el tronco de laurel roto,
que el granizo, que la escarcha...
Húmeda, enjuta, callada,
recogiendo va las huellas
nuestras, como hijas amadas,
y sin fatiga ni tedio
las recuenta en las paradas:
madre nuestra en lo paciente,
lo fiel y lo resignada.
 
Días y días conduce
sin voluntad, como el llama,
y de repente la odiamos
por lo morosa o la larga,
y cuando ya nos rendimos
tomará nuestra jornada
pues de pronto no la vemos
ni oímos más nuestras plantas
y empieza un andar dormido
de Eternidades bienhadada,
y mujer, y bestia y niño,
como del viento llevados,
bruscamente despertarnos
en una aldea impensada
o en unas huertas que huelen
a vendimia consumada.
 
A ratos, la Ruta chilla
por el carro de manzanas,
o el tractor que va gimiendo
de maderas embalsamadas;
y la ofenden la tropilla
y el mayoral que la canta.
 
El mayoral de los Andes
nos mira empinado el ceño
—blanca el ansia, blanco el logro
y los escondidos fuegos.
Con alburas paternea
y nos aguza el deseo
y sin brazos nos sostiene
como los dioses sin cuerpo.
 
Están haciendo el curanto
mujeres encuclilladas
y lo hacen para alegría
y perdición, los cuitados
y las cuitadas que silban
y ríen enajenadas.
 
Todavía quien se acuerda
da con mano rebosada,
lo mismo si el hambre es Ángel
que si es gente perdularia.
En donde no son ciudades
pasa tal como pasaba:
que dos miradas se cruzan,
piden y dan sin palabras
y una cena de patriarca
llega como fabulada...
 
A pesar de tiempos duros
y Padrenuestros que fallan,
hacienda o rancho responden
al grito o a las palmadas.
¡Bendito el Dios que está vivo
y abaja tranqueras altas
y la cara del disco de oro
que acude como llamada
trayendo la taza humeante
que a los hambrientos alarga!
 
Danos un respiro, tú,
Ruta-chasqui sin paradas,
oye que en el viento viene
un rasgueo de guitarras,
y mujeres que las tañen
entre ardientes y quedadas.
¡Lo mismo te da aguardar
que llevarnos. apurada!
 
Suelta, Ruta, la tropilla,
que por fin se ve una granja
en donde están ordeñando
a gemelas rebosadas.
El señor que caminó
probaría estas jornadas
y tuvo sed y pedía
para toda su compaña.
Mira que el campo será
de Abraham, si nadie ataja...
 
La mi bestiecita hambrienta
éntrese por las cebadas,
porque vamos a pedir
a la dueña de vacadas
como quien cobra en el flanco
materno, leches sobradas.
 
Allégate, el indiecillo,
coge por ti y la compaña...
Hambre que tienes no dices
y siempre hay que adivinártela.
Pide, que el indio no niega,
tampoco los “caras-pálidas”.
 
Come lento, bebe lento,
que por las veinte semanas
no sabemos cortar pan
ni beber espumas altas;
y entre un sorbo y otro sorbo,
mira a la mujer callada,
que en el temblor es María
y en lo preferida, Sara,
y ve los brazos ligeros
que siegan, al sol que abrasa,
mientras yo mascullo algo
parecido a acción de gracias.
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