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Desierto de la conciencia.

He leído alguna vez
o escuchado
que si se diera el improbable caso de verse perdido
en un desierto sin direcciones,
en la vasta arena de un único sol,
caminar estaría
entre las últimas opciones de la inteligencia.
La opción, quizás, más desesperanzadora
e intuitiva.
 
Caminar, para el caminante, significaría
la muerte
o aun algo peor que la muerte: la perdición.
 
Leí o escuché que, en tal situación desolada,
ambos pies deben caminar hacia la más alta superficie
y allí, finalmente,  la mano debe dirigirse a la frente
para que los ojos, descansando en esta sombra, vean
los relieves ondulantes y señalen, dudosos, el profundo
descenso de alguna de esas olas quietas, intemporales,
en búsqueda de reservas de agua.
 
Hay veces—veces: qué improbable—
en las que tras una lluvia pasajera
el agua decide reunirse, encaminándose
hacia el centro de la tierra:
misma ley para todos los cuerpos.
 
Según lo leído o escuchado, en la depresión
de la continua arena, si se excava, si se abre
grano a grano el suelo caliente,
el agua espera al sediento,
la noche aguarda su frío,
el agua es humedad que se recoge
con paciencia y delicadeza
en la oscuridad.

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