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Una carta.

Si, con razón de ser, el ser es atraído hacia otro ser, la carne es indispensable hacia otra carne; si, como si fueran dos imanes, las almas, al no mirarse, se alejan una de otra, y al contacto de la vista—como una súbita magia que atraviesa el universo—vuelven una contra la otra; cómo, entonces, ignorar el amor del cuerpo y el amor del espíritu, a favor de una mente nacida en la ignorancia, una mente que nada puede responder con exactitud, moldeada en un tiempo infinito del que sólo recoge un fragmento y variados fragmentos de anteriores intelectos, igual que el suyo, truncados; cómo, en nombre de lo que se vive, ignorar al otro ser por el simple hecho de ser otro—y otro y ser tienen el insignificante límite que impone la palabra, la lengua que dice más cuando calla. A razón de ser en soledad, otra soledad es atraída, y se configura si se puede, si se permite, una soledad aun más grande, otro espacio y otro tiempo donde habitan dos que fueron uno, donde se vuelve a la unidad del uno sin temor a caer en el vació, a caer en lo insondable; y desde tal lugar, si se llega, ignorar la muerte porque no existe, ignorar el pasado porque es la muerte.
A razón de estas, imperfectas, racionales (y por lo tanto irracionales) palabras, vuelvo a ti, huésped de mi cuerpo donde me alojas paradójicamente, vuelvo a crear puentes, y cimas, y estrechas poesías de fuego y de agua; y del sol de luz al sol de agua te busco a ti, espejo frente a mi espejo, carne frente a mi carne, palabra en la cual confluyen mis palabras.

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