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Me abandonaste, Señor.

 
 
Caminaba seguro de tu mano,
quedaban nuestras huellas en la arena,
la vida sonreía en mi alma buena
reflejo de tu rostro soberano.
 
Pero un día me asaltó el enigma insano:
mi huella andaba sola con su pena,
y se ofuscó mi vida antes serena,
y tu impronta busqué pero fue en vano.
 
—Me dejaste, Señor, te lo compruebo.
Ven y sigue mi andar ahora longevo.
Había dos huellas: queda solo una.
 
—Hijo mío, soy fiel como la luna:
yo noté que menguaba tu fortuna,
y te tomé en mis brazos: yo te llevo.

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