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Azucena

El solitario divierte la mirada por el cielo en una tregua de su desesperanza. Agradece los efluvios de un planeta inspirándose en unas líneas de la Divina Comedia. Reconoce, desde la azotea, los presagios de una mañana lánguida.

   El miedo ha derruido la grandeza y trabado las puertas y ventanas de su vivienda lúcida. Un jinete de máscara inmóvil retorna fielmente de un viaje irreal, en medio de la oscuridad, sobre un caballo de mole espesa, y descansa en un vergel inviolable, asiento del hastío. Las flores, de un azul siniestro y semejantes a los flabelos de una liturgia remota, ofuscan el aire, infiltran el delirio.

   El solitario oye la fábrica de su ataúd en un secreto de la tierra, dominio del mal. La muerte asume el semblante de Beatriz en un sueño caótico de su trovador.

   Una doncella aparece entre las nubes tenues, armada del venablo invicto, y cautiva la vista del solitario. Llega en el nacimiento del día de las albricias, después del viernes agónico, anunciada por un alce blanco, alumno de la primavera celeste.

#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte

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