Yapi

Noche Silenciosa

Estoy sentado en la tarde silenciosa y blanca,
como un mártir de niebla, como un príncipe de luto,
con este viento triste—¡ay, este viento!—
que lame mi frente con lenguas de destierro.
 
Esta tarde,
ésta que se derrama en copas de calma,
en éxtasis de pájaros ebrios de cielo,
en suspiros de trigales que nunca nadie segó.
¡Oh, las doradas espigas, vírgenes del ocaso,
que se doblan—igual que mi alma—
bajo el peso de un sol moribundo,
repetido en espejos de eternidad vana!
 
Mis ojos—dos abismos sin fondo—
se pierden en la niebla,
en esa gasa pálida que cubre las montañas
como un sudario sobre los senos de una amante fría.
Y las horas, ¡ay, las horas!,
perros hambrientos del tiempo,
se precipitan incansables,
arrastrando en sus fauces
las migajas de mi vida.
 
Solo tengo eso:
el pan horneado en casa—tierno como un recuerdo—,
el calor del fogón que me muerde los huesos
con dentelladas de almizcle y canela,
y mi corazón amante...
¡mi corazón!,
ese animal dormido que ruge en los sueños,
ese jardín de espinas donde aún florece,
entre cenizas,
la rosa negra de tu nombre.

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