¡Qué grande me parecía entonces, Platero, esta charca, y qué alto ese circo de arena roja! ¿Era en esta agua donde se reflejaban aquellos pinos agrios, llenando luego mi sueño con su imagen de belleza? ¿Era este el balcón desde donde yo vi una vez el paisaje más claro de mi vida, en una arrobadora música de sol?
Sí, las gitanas están y el miedo a los toros vuelve. Está también, como siempre, un hombre solitario—¿el mismo, otro?—, un Caín borracho que dice cosas sin sentido a nuestro paso, mirando con su único ojo al camino, a ver si viene gente... y desistiendo al punto... Está el abandono y está la alegría, pero ¡qué nuevo aquél, y ésta qué arruinada!
Antes de voverle a ver en él mismo, Platero, creí ver este paraje, encanto de mi niñez, en un cuadro de Courbet y en otro de Böcklin. Yo siempre quise pintar su esplendor, rojo frente al ocaso de otoño, doblado con sus pinetes en la charca de cristal que socava la arena... Pero sólo queda, ornada de jaramago, una memoria, que no resiste la insistencia, como un papel de seda al lado de una llama brillante, en el sol mágico de mi infancia.