No hay nada, y está todo ahí, empastelado de sus cosas.
No hay nada. Creo no ver nada,
y mi mente siente el efecto, el sabor de los colores eléctricos, luminosos.
¡No hay nada! me digo,
y mi cuerpo sigue sentado ahí,
mirando fotografías,
estudiando personalidades retocadas.
Retoqué la mía.
Impaciente, leo breves noticias nuevas.
No hay nada en lo que miran mis ojos,
y está todo lleno de contenido en mi acción de estar así.
¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido!
¿Qué es este veneno barato que han introducido así, en casi todos nosotros?
No hay nada, pareciera, ni en este departamento de un séptimo piso,
ni en sus ascensores,
ni en los autos,
ni en los carteles y las luces que regulan su circulación.
No hay nada en toda esta inmensa cantidad de gente,
moviéndose y rellenando cada espacio.
Y sumando, sumando,
como yo ahora, letra por letra,
rellenando cada espacio del mundo.
Y en mí,
adentro,
todos los días,
un viento sube por mi espíritu.
Adentro,
todos los días,
me llama al vacío.