Ecos de un corazón enjaulado.
Me toca explicarle a mi corazón que debe ser encerrado, aunque me duela. Susurrarle al oído con cuidado para que nadie lo escuche, para que piensen que está perdido y se mantenga en calma. Me toca apagarle la luz, incluso cuando sé que eso lo asusta, y acariciarlo con la delicadeza de quien apaga una vela que no quiere dejar de brillar. Lo hago para calmarlo, para que no quiera escapar, para que no se ponga a bailar frenético por todos lados, armando un alboroto que nadie entendería. Me toca hacerlo pequeño entre cuatro paredes, tan pequeñas como mis palabras cada vez que le pido que se detenga, que no ame tan rápido, tan profundo, tan ciego.
Le hablo por las noches, en el silencio, intentando razonar con él. Le doy un par de palmadas suaves, aunque mis manos tiemblen, y le explico que no puede ser tan efusivo, que no está bien ser tan cálido en cualquier lugar, con cualquier persona. Le digo que las cosas no funcionan así, que no todos los corazones laten como él, que no todos entienden cómo arde su fuego. Pero él me mira, y siento que me reta. A veces se queda callado, pero en ese silencio me habla con su dolor. Lo escucho llorar en lo más profundo de mí, diciendo que le duele estar aquí, que este espacio es demasiado pequeño, que no hay suficiente aire, suficiente luz. Que no hay suficiente amor.
Hay noches en las que sus lágrimas son tan pesadas que creo que yo misma voy a quebrarme. Lo siento encogerse, acurrucarse en un rincón. Me pregunta, con una voz que apenas es un susurro, por qué no nos quieren. ¿Por qué no somos suficientes? Y yo, sin respuestas, le hablo con dulzura, como si al hacerlo pudiera borrar sus heridas. Le digo que está bien, que todo va a pasar, aunque ni yo misma lo crea. Él se encoje más y más, hasta que parece desaparecer. Pero me miente, siempre me miente. Se oculta de mí, solo para volver de repente, enorme, desbordado, lleno de luz. Ríe como si no hubiera conocido nunca el dolor, y por un momento me llena de esperanza. Pero nunca dura. Esa luz se apaga, como si el mundo estuviera empeñado en arrebatársela.
Y volvemos a pelear. Me exaspera su terquedad, su fuerza inquebrantable. No importa cuánto lo reprima, parece que con cada desilusión crece más. Es como si se alimentara de los golpes, como si cada herida lo hiciera más fuerte, más brillante. Lo quiero tanto, incluso cuando me duele. Lo quiero con todo, aunque sea ingenuo, aunque sea tan inocente como para seguir creyendo que la gente lo va a querer de vuelta.
A veces, me imagino cómo sería si pudiera dejarlo libre. Si pudiera dejarlo amar sin miedo, sin límites, sin esta jaula que he construido para protegerlo de todo y de todos. Pero entonces recuerdo las cicatrices, las noches en las que me gritó que no podía más, los días en los que lo sentí temblar en silencio. Recuerdo cómo se rompió tantas veces que pensé que nunca volvería a latir igual. Y me convenzo de que estoy haciendo lo correcto, aunque su llanto me rompa un poco más cada día.
Y así seguimos, él y yo, encerrados en este ciclo. Yo, tratando de protegerlo. Él, soñando con escapar. Ambos conscientes de que, en el fondo, lo único que queremos es ser amados, aunque el mundo no esté hecho para corazones como el nuestro.