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Sirope de fresa

Hoy salí. Cada vez salgo menos a la calle, y siempre regreso con la misma tristeza, rota. Quisiera no salir más, no ver otra pobreza que la de nuestros muebles viejos, nuestra propia pobreza.

Atravesé tres repartos para llegar a mi destino. En los tres vi lo mismo: Gente caminando de prisa bajo este sol del mediodía, con porrones blancos de aceite vacíos, reutilizados, avisándose a gritos desde una acera a la otra: ¡sacaron sirope!, ese líquido incierto sospechosamente rosado, esta vez de fresa. Muchas mujeres  y hombres rozando la vejez, en ropa de casa, desprotegidos del sol, en chancletas, la piel curtida, corriendo ansiosos hacia un sórdido y ruinoso lugar para llegar a tiempo, para “alcanzar” de ese líquido almacenado en toneles plásticos y sucios, que te dejan adivinar la misma suciedad en su interior. En sus casas imagino niños y ancianos esperando para tomar esa bebida fría, acompañada de algún trozo de pan y así aliviar momentáneamente el hambre.

Veo colas dispersas bajo los portales, bajo los aleros, buscando un poco de sombra.

¡Qué triste es ver a un pueblo movilizado y urgido por comprar sirope!, que intenta aliviar con eso la sed, el hambre, la miseria.
En un parque vi un señor mayor sentado en un banco a la sombra, dormido, la barbilla abandonada en el pecho, a su lado en el banco una jaba  casera llena de “algo”, una mano sobre ella asegurándola incluso en el sueño, alcancé a distinguir plátanos.

Más adelante otro hombre que pasaba los 50, caminando lento y cansado bajo el sol, cargado con dos jabas, la misma clase de jabas, seguramente llevaba el fruto de largas colas soportadas de pie, antes de pasar junto a él lo veo sentarse fatigado en uno de los bancos, a tomar un descanso. Se baja el nasobuco y me sorprende mirándolo. Su cara es otro de los rostros de la miseria.

Sigo pedaleando y en una calle a mi derecha alcanzo a ver a un hombre minusválido, con una pierna que apenas le obedece, empujando una silla de ruedas cargada de bultos y un porrón del mismo sirope de fresa.

Es desolador, pero ¿cómo hago para protegerme de la tristeza? ¿Acaso puedo? Imposible instalarme  en la indiferencia, yo misma soy parte de este paisaje de la miseria, pedaleando en una bicicleta vieja, kilómetros bajo el sol, para traerme a casa unas pocas croquetas y un paquete de perros calientes. Y me pregunto ¿qué propósito tiene seguir? ¿Por cuánto tiempo más? ¿Qué sigue a esto?

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