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De una recia calentura

De una recia calentura,
de un amoroso accidente,
con el frío de los celos
Belardo estaba a la muerte.
 
Pensando estaba en la causa,
que quiso hallarse presente
para mostrar que ha podido
hallarse a su fin alegre.
 
De verle morir la ingrata
ni llora ni se arrepiente,
que quien tanto en vida quiso
hoy en la muerte aborrece.
 
Empezó el pastor sus mandas
y dice: «—Quiero que herede
el cuerpo la dura tierra,
que es deuda que se le debe;
 
sólo quiero que le saquen
los ojos y los entreguen,
porque los llamó su dueño
la ingrata Filis mil veces.
 
Y mando que el corazón
en otro fuego se queme,
y que las cenizas mismas
dentro de la mar las echen;
 
que por ser palabras suyas
en la tierra do cayeren
podrán estar bien seguras
de que el viento se las lleve.
 
Y pues que muero tan pobre
que cuanto dejo me deben,
podrán hacer mi mortaja
de cartas y papeles;
 
y de lo demás que queda
quiero que a Filis se entregue
un espejo por que tenga
en qué se mire y contemple.
 
Contemple que su hermosura
es rosa cuando amanece,
y que es la vejez la noche
a cuya sombra se prende;
 
y que sus cabellos de oro
se verán presto de nieve,
y con más contento y gusto
goce las horas que duerme—».
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