La Mano que Acompaña
No es un mapa brillante ni una luz que me guía,
ni un salvador que el camino despeja cada día.
Es una mano cálida, sencilla y verdadera,
que en el laberinto oscuro, junto a mí, persevera.
Cuando las paredes altas me quitan el aliento,
y cada callejuela aumenta mi tormento,
no pido que derribes los muros con tu espada,
sino que tu silencio calme mi jornada.
Que cuando el miedo apriete, como un nudo en la garganta,
tu presencia discreta cerca de mí se plante.
No exijo soluciones mágicas o extrañas,
sino sentir tu hombro en mis noches más largas.
Que si tropiezo y caigo, bajo un cielo tan gris,
no me levantes rápido, no me digas: “¡Sigue así!”.
Solo quédate un rato, en el suelo a mi lado,
hasta que mi propio aliento se sienta renovado.
Porque los laberintos, esos senderos sin rumbo,
se llevan con paciencia, con calma y con algún...
alguien que en la penumbra, sin juicio y sin prisas,
acepte que a veces hay lágrimas imprecisas.
Que no tema la niebla, ni la falta de estrella,
que sepa que estar perdida no me hace menos bella,
ni menos valerosa, ni menos, ni más débil...
solo humana y cansada, buscando un sitio fértil.
No necesito héroes con armaduras de plata,
sino un corazón firme que ninguna sombra abata.
Que entienda que a veces, la mejor medicina,
es una simple frase: “Aquí estoy, no te alejes”.
Porque aunque encuentre sola la salida al camino,
habrá hecho menos frío, habrá sido más digno,
saber que en el intento, en la duda, en el frio,
hubo una mano amiga compartiendo el vacío.
Así que busca siempre, con el alma abierta y franca,
no al que todo lo soluciona con varita blanca,
sino a quien en la niebla, sin buscar la salida,
te ofrezca su mano serena... y toda su vida.
Porque lo importante, al final del sendero,
no es sólo hallar la puerta...
sino no estar sola en el viaje entero.
—Luís Barreda/LAB