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La mujer puertorriqueña

La Mujer Puertorriqueña
Mujer de la tierra mía.
Venus y a un tiempo María
de la India Occidental.
Vengo a cantar la poesía
de tu gracia tropical.
Mujer de carne de flor.
Dueña del manso cordero.
Digna de que un ruiseñor,
bajo el claro de un lucero,
te cante un canto de amor.
Eres bella entre las bellas
lo mismo cuando el sol gira
sobre tus carnes doncellas,
que cuando el cielo te mira
con sus mil ojos de estrellas.
Ondulas como la llama
dormida en el pebetero
cuando a través de la rama
el resplandor del lucero
baja y te besa en la cama.
Siembra lirios en tu  piel
la luz plata de tus ojos.
y la copa de un clavel,
llena de sangre y de miel,
se rompe en tus labios rojos.
Encendido de azahares,
su palio el cielo te envía.
Y se abre, ante tus altares,
como una piel, la bahía
atigrada de manglares.
Te ofrece nuestra laguna,
ebria de naves ausentes,
el abanico aceituna
que hunde en las noches de luna
su varillaje de puentes.
La isla te brinda un caney,
y por baño una cascada,
y por patio y por batey
la más aterciopelada
de sus vegas de Cayey.
Cuando desgreña sus brumas
la Cabeza de San Juan,
engorguerada de espumas,
es el cabo un capitán
inclinándote sus plumas.
Para ti se hacen panales
las flores de las montaña.
Y en el llano las centrales
queman su incienso de caña
cual si fueran catedrales.
El rico manto esmeralda
del cafetal presumido
lo luce el monte en su falda
y cuando está florecido
lo cuelga sobre tu espalda.
Para velar tu atavío,
envolviéndote en cendales
hechos de espuma del río,
rompe todos sus cristales
el Salto de Comerío.
En Cabo Rojo se excava
y se busca para ti
el más ardiente rubí
cuajado de sangre brava
del pirata Cofresí.
Y los gnomos, que te dan
a beber agua encantada,
cuecen tu cena y tu pan
en la roja llamarada
del árbol de flamboyán.
Los magos de la poesía
te filtran esencias nuevas.
Yo te filtro el alma mía,
para que tú te la bebas
en una hoja de yautía.
No hay una sola mañana
en que al saltar tú del lecho
no encuentres la rosa grana
que yo pongo en tu ventana
para perfumar tu pecho.
Y el aura que hacia ti gira,
aura de noche de luna
que en tu regazo suspira,
siempre te besa con una
de las trovas de mi lira.
Día y noche, mi jactancia,
de poeta y caballero,
inclina ante tu elegancia
la varonil arrogancia
de mi capa y mi sombrero.
Mi musa quiere ser hada,
para servirte, mondada,
la naranja de la luna,
en la lujosa y plateada
bandeja de la laguna.
Quiero, en etérea asención,
dejando en el cielo huellas,
retar y vencer a Orión,
y traerme el cinturón
ensangrentado de estrellas.
Con la Cruz del Sur, anhelo
realizar la maravilla
de desclavarla del cielo
para ponerla de horquilla
en la noche de tu pelo.
Y en el mar azul turquí,
donde naufragó la Atlanta,
bajar al fondo y de allí
volver con el pez que canta
para que te cante a ti.
Porque tu amor no se abraza
al escudo de Tío Sam.
Tú eres reina de la raza,
digna de entrar a la plaza
por la Puerta de San Juan.
Digna de que en la bahía
te haga honores militares
la heroica marinería
que supo romper los mares
en la nao Santa María.
Digna de que Don Juan Ponce,
Don Juan Ponce de León,
en su estatua, se desgonce,
cual si aún dentro del bronce
le latiera el corazón.
Digna de que otro Cortés,
en otra epopeya ibérica,
queme las naos otra vez,
por conquistar otra América
para ponerla a tus pies.
Quién me diera la realeza
de los homéricos reyes,
para incendiar la maleza
y echar al fuego cien bueyes
en honor a tu belleza.
Y porque atruene los mares
el grito que da en la selva
el fruto de tus ijares,
quiero que al nacer lo envuelvas
en la bandera de Lares.

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