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Falanges

Se mira al espejo mientras termina de cambiarse. Vuelve a notarlo, toda ella se está encogiendo. Durante el día lo había sentido en los dedos, como si le hubieran limado las falanges, como si se le hubieran escondido las uñas adentro de la carne. Después pensó que podría haber sido una sensación producto del cansancio, pero ahora, al ver sus ojos, se da cuenta de que algo le está pasando. El ojo derecho está claramente más chico que el izquierdo, como si el párpado superior estuviera succionando de a poco la esclerótica. No le gusta la asimetría que encuentra en su cara.
Termina de cambiarse y sale. De vuelta a su casa, maneja lento. Casi nunca prefiere manejar de noche porque, con los reflejos tan lentos, le da miedo sufrir un accidente. Ha puesto el pendrive de su marido con la discografía completa de Kiss que, aunque no le gusta mucho, la ayuda a mantenerse despierta.
—Saluda a tu mamá, hijo, ¿qué te pasa?
—Dejalo, no quiere.
—Lo desperté para que te salude. Debe estar medio dormido. Le voy a calentar la mamadera.
—Si se había dormido, ¿para qué lo despertaste?
—Para que te vea. Hace una semana que no te ve porque te vas cuando está durmiendo y volvés de noche.
—Y bueno, qué querés que haga. No elijo yo los turnos.
—Ya sé, pero no está bueno que Bauti piense que solo tiene un papá.
—Bueno, me encantaría poder quedarme todo el día en casa viendo series y jugando con Bauti, pero alguien tiene que trabajar...
Él no sabe qué responder. Hace una pausa de tiempo indeterminado y, después de pensar cómo puede cambiar de tema, le dice:
—¿Estás muy cansada? ¿Querés que abra ese vino que compramos el martes pasado?
—No, dejá. Estoy bien. Disculpá si te trato así, no la estoy pasando muy bien últimamente.
—Tranqui, amor, andá a acostarte si querés y te llevo la cena a la cama.
—Ya cené en la guardia.... Gracias igual... Eu, amor... ¿no me ves la cara distinta?... Mirame bien.
—A ver, vení. Hmm no. Como que tenés un poco de ojeras, pero estás hermosa, tranqui —intenta darle un beso, y ella le corre la cara.
—Pero mírame bien los ojos, ¿el derecho no está más chico?
—Yo los veo iguales, no sé.
—Bueno, no importa, voy a cambiarme.
Cuando se va a sacar los zapatos siente el pie derecho mucho más suelto. Son zapatos nuevos, no puede ser que se hayan estirado. Mete el índice por detrás del talón, mete el dedo medio, mete el anular. Qué raro, no le quedaban tan grandes los zapatos. Se lo saca y ve el muñón a la altura de los metatarsianos. Se asusta, qué les pasó a sus dedos, ¿estará enferma? ¿Alguien se los cortó? Grita.
—¿¡Qué pasa!?
—No tengo dedos en el pie. ¡Se me encogieron los dedos del pie!—empieza a llorar desconsolada.
Bauti se queda solo en la cocina y, ante el desconcierto, también se larga a llorar. En la mitad de la noche, en ese departamento de tres ambientes en Caballito, dos adultos y un bebé de un año lloran como si fueran una misma persona.

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