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Lejanos, pequeñísimos

«¿Y eso por qué?», preguntó Montse en su tercera sesión de café montevideano.
     «Sencillamente porque la dictadura nos dejó una herencia de mezquindad», respondió Jorge, «un legado de resentimientos, envidias, frustraciones, pequeños rencores. Hoy, hasta la solidaridad se nos empieza a escurrir entre los dedos».
     «¿Y eso por qué?», insistió Montse.
     «Bueno, veníamos de aletargados desengaños, de derrotas injustas pero irreversibles, y estábamos convencidos de que en nosotros ya no había lugar para la expectativa sino tan sólo para la expiación. Y sin embargo, cuando sobrevino el borroso amanecer político, todavía con espesos nubarrones y sin fantasías, comprobamos que, pese a todo, en nosotros quedaban expectativas (todavía no sé cómo habíamos podido conservarlas) y así, poquito a poco, la costra del desánimo se nos fue cayendo, recuperamos la vocación de hacer proyectos, de imaginar un después y no limitarnos a las veinticuatro horas de la palpable jornada, de hacer creíble una alternativa (quizá distinta para cada uno), de figurarnos otra convivencia, de despojarnos de una ansiedad casi profesional y divagar acerca de un futuro que no se pareciera demasiado a un pasado entrevisto y entreoído en el ámbito clandestino y familiar, o semiolvidado en la competitiva faena por el sustento. Y entonces, un día cualquiera, aquella vislumbre se fue concretando, fue dejando de ser un espejismo. La moderada expectativa se tiñó de euforia, olvidó las garantías de la sensatez y la perseverancia; especuló con que el cambio estaba hecho, la recuperación sería automática, y sobre todo que se haría justicia.»
     «Perdón», interrumpió Montse, «¿pero no era un planteo demasiado ingenuo?».
     «Mirá, Montse, vos naciste en España y venís de allí y sólo te llegaron los últimos coletazos del franquismo. Para entender nuestra fase de ingenuidad, ese brote tardío de inocencia o, si querés, ese explicable fardo de bobería, tendrías que ponerte en nuestro lugar, tras casi un decenio de alertas, de zonas de silencio, de (aparentes) espirales y (verdaderos) círculos viciosos. Lo cierto es que habíamos estado enfermos de miedo y que éste no sólo era contagioso sino que además generaba desconfianza y escepticismo. Y todo lo llevábamos en nosotros mismos, aunque no se lo mencionáramos a nadie y se lo ocultáramos hasta al espejo. La unidad familiar se había deshecho, y eso, que quizá no sea tan grave en otras partes, aquí sí lo era, porque siempre fuimos muy "familiares’ ¿sabés? ¿Y quién no tenía un padre, una madre; un tío, un hermano, huido, oculto, emboscado o preso, pero siempre al margen, segado del afecto cotidiano, extirpado como un tumor maligno, quitado hasta del habla callejera y la comunicación telefónica porque había que manejarse con metáforas y apodos, hasta que unas y otros se gastaban y era preciso sustituirlos con nuevos tapujos que obviamente debían ser sencillos, elementales, ya que la menor extravagancia los volvía sospechosos. Tenés que situarte en esa franja oscura para entender por qué la primera claridad nos desacomodó, nos tomó de sorpresa, nos llenó de infundadas ilusiones.»
     «Después de todo, los militares se retiraron», dijo ella.
     «En apariencia sí. Los presos recuperaron el mundo y todo volvía a ser nombrado. En realidad nos devolvían el permiso de nombrarlo. En los calabozos sólo quedaban los alaridos, las sombras, los delirios, las pesadillas, los fantasmas en fin. Abrazábamos los huesos de los escuálidos queridos, besábamos las cabezas rapadas y con huellas. Todavía no éramos capaces de narrarnos nuestras vidas de dentro y de fuera, y no porque hubiese custodios como antes, sino porque de pronto la memoria era un caos, un mercado persa, un arca de Noé. Se lloraba, claro, pero era un llanto de fiesta, y los escasos prudentes que exhortaban a pensar en mañana no tenían el menor éxito, porque la gala era hoy, y después ya se vería.»
     «Y se vio, naturalmente.»
     «Por supuesto. Las promesas se hicieron humo. Ese humo nos irritó los ojos y empezamos a mirar, primero con desconfianza, luego con desencanto y más tarde con desesperación. Y allí fue que apareció el legado del que te hablaba: la herencia de mezquindad. Cuando te clausuran el rumbo de la ecuanimidad, cuando da lo mismo ser reo que inocente, y la víctima inicia su trámite de pasaporte o de jubilación codo a codo con su verdugo, algo se quiebra en la comunidad, algo se infecta en la relación con el prójimo.»
     «A veces», sugirió Montse, «la venganza puede ser un aliciente. En España, después de la guerra civil, hubo miles de derrotados que se aferraron a la idea de la revancha; casi te diría que sobrevivieron gracias a ese rencor inextinguible. Es claro, a lo largo de cuarenta años de franquismo, casi todos fueron muriendo en el exilio, con el rencor intacto».
     «Pero no, mujer. No se trata de venganza. Si el sentimiento prioritario fuera ése, ya se habría concretado en hechos (después de todo, no es tan difícil). No se trata de venganza ni de ajuste de cuentas ni de ley del talión. Se trata de no quedar inermes ante el odio demencial, sólo eso. Y si no tenés esa seguridad, si la justicia, obligada por las pobres circunstancias, te quita su respaldo y caés de culo, eso viene a ser algo como un fraude moral. Ya sé que la palabra "moral’ no está de moda, pero ¿de qué otra manera vas a llamarlo? Es un fraude moral, y cuando te sentís moralmente trampeado, es entonces cuando empezás a volverte mezquino.»
     «Si es así», dijo Montse, «hay que inventar una vacuna contra la mezquindad».
     «No es mala idea», murmuró Jorge, resignándose por primera vez a sonreír.
     Pero ya empezaban a llegar los otros. Todos fueron besando puntual y ordenadamente a Montse (exclusiva turista europea en varios meses a la redonda) y luego, como siempre, arrimaron otra mesa y varias sillas.
     Hablaron atropelladamente de otras cosas, más frívolas pero menos conflictivas. Montse pidió asesoramiento sobre prendas de lana, ceniceros de cuarzo y otros souvenirs posibles. Nancy y Mónica se ofrecieron a acompañarla en las tiendas y a aleccionarla en el regateo. Montse elogió el sol montevideano («nunca había visto un otoño tan luminoso»), la amabilidad de la gente y el churrasco, sobre todo el churrasco.
     Cuando al cabo de dos horas el grupo se desgranó, Jorge y Montse salieron juntos del café.
     «Quiero mostrarte la costa», dijo Jorge, «es lo mejor que tenemos».
     Hizo cálculos mentales sobre el contante de su billetera y el sonante de su bolsillo, y ante el resultado ajustadamente satisfactorio, le hizo señas a un taxi.
     En Pocitos, la rambla estaba muy concurrida, pero la arena estaba libre. De pronto Montse, sin mirar a Jorge, le tomó una mano, y así anduvieron un buen rato, esquivando a menudo las olitas que terminaban débiles junto a la resaca acumulada en la orilla.
     Entonces ella dijo: «¿Y si vinieras conmigo a España? Allá lucharíamos juntos contra la mezquindad. La de aquí y la de allá».
     Jorge la miró, sorprendido, y encontró los ojos de ella, no menos asombrados. En realidad, fue como si la observara a través de unos prismáticos invertidos. La vio pequeñísima y lejana, y tuvo la impresión de que ella, a su vez, también lo estaba viendo lejano y pequeñísimo.

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