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Los estados mayores

Por la siena turbia de los mondos llanos,
sin gritos metálicos, sin voz de tambores,
van las cabalgatas de los soberanos
    Estados Mayores.
 
Los grises capotes, los cascos bruñidos,
las caras de vieja de los mariscales
gotosos o hepáticos que lanzan gruñidos
    breves y fatales...
 
Las gafas de oro de los comandantes
cercan los ojuelos verdosos y agudos;
brillan los monóculos de los ayudantes
    que meditan mudos.
 
Fingen las espuelas luceros de oro
en la noche oscura de las medias botas;
los sables pronuncian un himno sonoro
    de punzantes notas.
 
Se habla en un idioma de argucias complejas.
Lleva el polinomio el triunfo del fuerte.
Son las ecuaciones como las madejas
    que urdirán la Muerte.
 
Del rito estratégico las palabras técnicas
—ataques en cuña, marchas envolventes—,
dichas con recuerdos de las Politécnicas
    por los subtenientes...
 
Europa está herida. Hay sangre y destellos.
Por su inmensa llaga de rojos colores,
como unos gusanos ondulan los bellos
    Estados Mayores.
 
Son tristes y trágicos. Dicen que son buenos
para dar victorias, tierras y cautivos.
No serán amables, pero por lo menos
    son decorativos.
 
¿Qué importa el Decálogo ni la razón práctica
si pueden servir de tema a un artista?
Son rosas de luz los sabios en táctica
    para un colorista.
 
En napoleónicas visiones antiguas
vuelve la epopeya que hace un siglo fue...
¿Por qué reaparecen esas estantiguas
que con una lupa pintó Meissonier?
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