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Encrucijada

Nos separaba de la calle
el cristal empañado de lluvia.
Yo estaba lejos del mundo,
hoja caída en el remanso de su llanto.
 
Ella era menuda y tierna
y se hacía más menuda entre mis brazos
y más tierna bajo mis ojos.
 
Entre nosotros y la calle
y la lluvia y el cristal de la ventana
eran dos abismos de plata.
 
La vida estaba allí naufragando en sus ojos
la belleza dormía en sus senos perfumados
la luz –toda la luz– se me daba en su boca
la humanidad –mi humanidad– era ella.
 
Más allá del cristal
más allá de la lluvia
pasaron...
 
Yo separé los ojos de los ojos de ella
para verlos pasar.
 
Marchaban chapoteando en el barro
los pies descalzos.
Desfilaban los rostros anochecidos de hambre.
Y las manos encallecidas de miseria
y las almas curvadas de injusticia
y las voces amanecidas de odio
desfilaban los pies descalzos.
 
Iba la madre con el hijo al cuadril
y el anciano rumoreando penas.
Y el mozo flameando la bandera,
iban de frente hacia la vida
armoniosamente rebeldes.
 
No sé si me lo gritaron ellos
o si me lo grité yo mismo.
Pero en las filas, de los que pasaban
estaban mi puesto, mi bandera y mi grito.
 
El cristal empañado de lluvia
esfumaba los rasgos de la calle
por donde pasaban los míos.
Volví los ojos hacia ella
que se hacía casi yo entre mis brazos
y le dije:
 
—Me llaman los que pasan.
 
Sus ojos empañados
me separaban de su alma
como el cristal con lluvia
me separaba de la calle.
 
Me dijo lentamente:
—No te vayas.
 
Y se hizo más menuda entre mis brazos
y me ofreció su boca palpitante
y sentí junto a mí, temblorosos sus senos.
 
Yo escuchaba chapotear en el barro
los pies descalzos
y presentía los rostros anochecidos
de hambre.
 
Mi corazón fue un péndulo entre
ella y la calle...
 
Y no sé con qué fuerza me libré
de sus ojos
me zafé de sus brazos.
Ella quedó nublando de lágrimas
su angustia.
 
Tras de la lluvia y del cristal
pero incapaz para gritarme:
—¡Espérame! ¡Yo me marcho contigo!
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