por Mirel Martínez
Mi refugio eran los libros, las páginas en blanco que daban a una niña para que se entretuviera y se callara, como debía ser: una niña callada se ve más bonita.
Entonces se forjó en la soledad, en el silencio, en la reflexión de las lecturas, una majestuosa obra que hilvanaba cada respiración, cada roce con las personas, cada momento observado con la más nimia atención; era una obra maestra forjada en la mente de tan solo una persona, que lamentablemente no había encontrado el momento ni la salida a la luz de los lectores.
Así como esa obra, había tantas que se perdían en el bullicio de la ciudad, se morían en las cabezas de los transeúntes, se compartían en algún café, se interceptaban en alguna llamada telefónica o simplemente se intentaban escribir y fracasaban; no por ignorancia, sino por falta de constancia.
En una cabeza que pensaba, que se calentaba bajo el sol, haciendo fila para entrar a un banco; vislumbré se gestaba un pequeño cuento que decidió hacerle un mínimo homenaje a todas las majestuosas obras.