La guerra me dejó huellas indelebles y mi esperanza había sucumbido en medio de los cantos de los fusiles. Yacía frío en una cornisa oscura donde veía llover como una nube negra que se disipa en el concreto frío y distante. Me encontraba postrado, resquebrajado, mientras me despojaba de los rastrojos y el frío de la espesura del monte.
La encontré a ella en los adoquines grises de una ciudad indómita, me dio su mano tibia y contundente y me encontré con la esperanza de trascender más allá de los vestigios del hastío y el desasosiego.
Luego de la serendipia de nuestro encuentro en selvas de cemento, salimos en busca de abundantes aguas, con el objetivo de despojarme de los infortunios de mi pasado y encontrar en ellas la tabula rasa de la inexorable fortuna, que ahora imponía el destino frente a mi nueva vida junto a ella.
Navegamos por marejadas embriagantes que dejaron ver la inseguridad con la que ella, de manera maquinal, se resistía a los nuevos acontecimientos de un encuentro sin precedentes.
Luego de recorrer kilómetros por la corriente rivereña, anclamos la embarcación que nos mantuvo a flote y llegamos a tierra firme. Sobrepusimos nuestras huellas en arenas ocre haciendo alegoría a la amalgama de nuestros deseos, ahora convergentes.
Durante cortas caminatas evocamos la inocencia de mi niñez que parecía tan distante después de tanto dolor. Jugamos con cangrejos carmesí y clastos de arena que convirtieron nuestras pieles en caleidoscopios perciformes.
A pesar de la dicha, el tormento irrumpió bajo los cirros, que atestiguaban la unión de dos almas tenues que, al contrastarse se tornaban recias. El mar no fue musa ni fin en sí mismo, fue catalizador, fue medio.
A ella le entregué los segmentos turbios de un pasado angustioso y juntos los tomamos y los pulverizamos en el mar. Los besos que me regaló eran fragmentos de bocados afilados que se alojaron en mis poros ajados.
Allí entendí que el mar no era omnipotente, pero el ímpetu con el que ella me acogió sí. Ella abrazó mi esencia que estaba marcada por el tizne de humaradas violentas que me persiguieron y devoraron parte de lo que amaba.
Ella me recordó mi inocencia, que había sido magullada por un deseo incesante de
venganza y las voces que añoraba marcaban la luminiscencia de mis recuerdos, que
parecían subyugarse a los devastadores acontecimientos. Ella me hizo excelso, frágil y auténtico.
Yo, a pesar de amarla antes con infinita certidumbre, desentrañé el sentido de su sustancia y entendí casi de forma sincrónica, que mi destino era amarla hasta que mi vida se disipara.
Ella hizo mis cadenas suyas para alivianar el peso que las contenía y juró ante los dioses y las lunas crecientes que el silencio y la camaradería serían la muestra viva de su eterna consagración.
Lo simbólico fue el comienzo de nuevos cauces y los anaqueles de pasados crueles, la bisagra entre lo inmodificable y lo que estábamos por construir a voluntad.
Entendí que nos esperaban días amarillos entre plumas azules y nenúfares reverdecientes. Pese a esto, lejos de perseguir un futuro de rosas abriéndose en la tierra fértil, íbamos en búsqueda de rosas abriéndose en el agua en contra del fango y la adversidad.