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A Don Asterio Alarcón, cronometrista de Valparaíso

Olor a puerto loco
tiene Valparaíso,
olor a sombra, a estrella,
a escama de la luna
y a cola de pescado.
El corazón recibe escalofríos
en las desgarradoras escaleras
de los hirsutos cerros:
allí grave miseria y negros ojos
bailan en la neblina
y cuelgan las banderas
del reino en las ventanas:
las sábanas zurcidas,
las viejas camisetas,
los largos calzoncillos,
y el sol del mar saluda los emblemas
mientras la ropa blanca balancea
un pobre adiós a la marinería.
Calles del mar, del viento,
del día duro envuelto en aire y ola,
callejones que cantan hacia arriba
en espiral como las caracolas:
la tarde comercial es transparente,
el sol visita las mercaderías,
para vender sonríe el almacén
abriendo escaparate y dentadura,
zapatos y termómetros, botellas
que encierran noche verde,
trajes inalcanzables, ropa de oro,
funestos calcetines, suaves quesos,
y entonces llego al tema
de esta oda.
Hay un escaparate
con su vidrio
y adentro,
entre cronómetros,
don Asterio Alarcón, cronometrista.
La calle hierve y sigue,
arde y golpea,
pero detrás del vidrio
el relojero,
el viejo ordenador de los relojes,
está inmovilizado
con un ojo hacia afuera,
un ojo extravagante
que adivina el enigma,
el cardíaco fin de los relojes,
y escruta con un ojo
hasta que la impalpable mariposa
de la cronometría
se detiene en su frente
y se mueven las alas del reloj.
Don Asterio Alarcón es el antiguo
héroe de los minutos
y el barco va en la ola
medido por sus manos
que agregaron
responsabilidad al minutero,
pulcritud al latido:
Don Asterio en su acuario
vigiló los cronómetros del mar,
aceitó con paciencia
el corazón azul de la marina.
Durante cincuenta años,
o dieciocho mil días,
allí pasaba el río
de niños y varones y mujeres
hacia harapientos cerros o hacia el mar,
mientras el relojero,
entre relojes,
detenido en el tiempo,
se suavizó como la nave pura
contra la eternidad de la corriente,
serenó su madera,
y poco a poco el sabio
salió del artesano,
trabajando
con lupa y con aceite
limpió la envidia, descartó el temor,
cumplió su ocupación y su destino,
hasta que ahora el tiempo,
el transcurrir temible,
hizo pacto con él, con don Asterio,
y él espera su hora de reloj.
Por eso cuando paso
la trepidante calle,
el río negro de Valparaíso,
sólo escucho un sonido entre sonidos,
entre tantos relojes uno solo:
el fatigado, suave, susurrante
y antiguo movimiento
de un gran corazón puro:
el insigne y humilde
tic tac de don Asterio.
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