Oscar Rubén Zaratán

Carnaval en Borghi

Relato

Era el momento de la siesta en Borghi, en pleno febrero, y el día se sentía como helado que se derrite bajo el sol. Los chicos, en un acuerdo implícito, dejábamos dormir a nuestros padres. El calor era fuerte, pero no nos detenía, teníamos ganas de divertirnos. Nos reuníamos bajo los árboles. Nos sentábamos contra el tapial, cada uno con su propia ilusión para la tarde: Luis, Roberto, Jorge, Miguel. Poco a poco, nos íbamos juntando. Juan asomaba por la puerta, y ahí venía Hugo, caminando con firmeza desde su casa, hacia el ya pronto desbarajuste a comenzar.
Teníamos baldes llenos de globos, en nuestras manos, parecían más pesados de lo que en realidad eran, llenos de agua y promesas de diversión. Luego llegaron las chicas, nuestras rivales, pero más que eso, su llegada era el momento esperado para el comienzo de la diversión. Lili, Silvia, la otra Silvia, y Analía, todas empapadas y con los baldes ya sospechosamente vacíos. Se notaba que ya habían comenzado su propia guerra antes de llegar.
Los sábados, el regador comunal no pasaba para dejar su insignificante alivio de otros días. La calle de tierra, hecha prácticamente un talco gris por el verano implacable, comenzaría a humedecerse lentamente, oscureciéndose bajo el impacto de los globos que iban y venían como cometas fugaces en un cielo de polvo y risas desatadas, balas de agua en una batalla refrescante... La vereda norte, un metro más alta que la calle, en un rato iba a manifestar este desnivel con sustos y resbalones coreográficos en patinadas descontroladas sobre el barro de su pendiente.
Hasta que, claro, como siempre ocurre con los sueños intensos, la magia se agotó: nos quedamos sin agua, el manantial doméstico se secó. El tanque de cemento en el techo, antes promesa infinita de agua, no dio abasto, goteaba resignada la canilla. Había que prender el bombeador, despertar al monstruo que habitaba en el techo del Pozo Artesiano. El motor tosió, la correa dio su chirrido característico al deslizarse sobre la polea y lanzó su sonido metálico, suficiente disonancia en el silencio de la siesta, para que los viejos, dormidos en la penumbra de sus cuartos apenas frescos, se despertaran, medio confundidos, provocado por lo anticipado de la hora y la pesadez estival.
Ahí apareció mi viejo, Fernando, hombre siempre ceñudo, de pocas palabras, serio como una piedra, con su pantalón pijama de algodón celeste y camiseta malla sempiterna, atuendo invariable para los rituales de la siesta. Sin decir nada, callado, entró a caminar hacia la casa de al lado, a lo de Pupi, mi vecino, un hombretón bonachón, grandote, que llenaba una puerta, pero con un corazón igual de grande.
Para ser sincero, nunca estuve del todo seguro, primero, si Pupi se escribía así, si era su apellido real o solo un sobrenombre inventado por el cariño familiar, y jamás supe su nombre de pila, si es que alguna vez tuvo uno. Para el caso, Pupi era perfecto, así de simple. ¿Qué nombre de pila podría ser más fácil de recordar, que el simple y sonoro Pupi?
Pupi alimentó muchísimas de mis siestas de infancia con sus damascos jugosos, a cuyo árbol generoso siempre me dejaba trepar, rama a rama, hasta alturas prohibidas. Tenía en su fondo un vergel detrás del alambrado, lleno de frutales. A decir verdad, la mayoría de los fondos en las casas en Borghi estaban así plantados: damascos dorados, quinotos agridulces, naranjas de sol concentrado, ciruelas rojo sangre y las mandarinas tan aromáticas como nunca más volví a sentir en mi vida. No había fondo de casa sin algún frutal o, al menos como en mi caso, al alcance del salto de un alambrado.
Como iba diciendo, sepan disculpar el desvío de mis pensamientos. Es como si hubiera errado la calle en la que tenía que girar y me encuentro con un viejo amigo que hace mucho no veía. Mi viejo tocó suavemente la puerta de la casa de Pupi, y Doña Julia, con cara extrañada, salió hasta el umbral, pues en Borghi, la comunicación entre vecinos siempre fluía a través de los alambrados de los fondos, una red de voces entretejidas a gritos pelados o secretos susurrados, pero prácticamente nunca por los frentes de las casas, salvo el habitual barrido de vereda, que vaya a saber uno por cuál mágico reloj, hacía que todas las madres coincidan a la misma hora y gracias al cual uno resultaba informado de los últimos sucesos del pueblo. Pupi, cómplice en la travesura infantil de mi viejo, le pasó a este un balde rebosante de agua fresca por el pasillo del costado de su casa. Y ahí fue como ocurrió el milagro: Doña Julia terminó empapada. La chispa prendió, y el contagio de la risa y la locura acuática se extendió por toda la cuadra... como un reguero de pólvora festiva. Desde la esquina por la vereda de ladrillos, el siempre misterioso Don Chirino, apareció de pronto solo con el pantalón, con su torso desnudo al sol y en patas, uniforme característico utilizado cuando tenía que ir a reparar una varilla o cambiar el filtro de los pozos de agua, todo un espectáculo para mi cuando bajaba con una vela encendida con su piernas muy abiertas apoyadas en las paredes del para mi tan peligroso y oscuro agujero, con un balde de zinc oxidado en sus manos que parecía aún más grande que él mismo, un gigante metálico en sus manos huesudas empapo a Roca, la mamá de Juan, quien había acertado a salir a la vereda, vencida por su curiosidad de ver tal “despiplume”, terminó con el batón pegado al cuerpo, revelando aún más su ya conocida delgadez, y sus lentes más mojados aún, que intentaba en vano secarlos con un pañuelo blanco que estaba igual o peor de empapado.
Sara, mi vieja, más previsora, decidió sabiamente no arruinar sus elaborados ruleros, cuidando su presencia para la salida nocturna, ni asomó la nariz por la puerta, prefirió resguardarse del enfrentamiento carnavalesco, solo asomada por la cortina de la galería.
El estrago de agua, sin embargo, siguió, con tal desenfreno delirante, mojados sobre mojados, ya no había un solo rincón seco en la calle, todo era barro, restos de globos y huellas de patinadas larguísimas. El bombeador, incansable, traqueteaba sin descanso, la canilla mostraba en su pico el arco iris de restos de los bombuchas que no resistieron el exagerado llenado y los resbalones imprevistos con accidentes sin consecuencias, nos provocaban tanto carcajadas como sustos a la vez, una oscilación entre el peligro y el placer.
Al final de la tarde, más que mojados, terminamos cubiertos de barro hasta las orejas, como si hubiéramos jugado un partido de fútbol en el barrial que se forma después de una tormenta de verano.
Cuando el sol empezó a bajar lentamente en el horizonte polvoriento, tiñendo el cielo de pinceladas doradas y rojizas, las mujeres, liberadas al fin de sus obligaciones domésticas y de la tiranía de los ruleros, se desataron sus construcciones capilares, se comenzaron a quemar corchos y a preparar la magia de los disfraces nocturnos.
Algunos se hicieron piratas con parches negros cosidos con la vieja Singer, otros linyeras melancólicos con bigotes pintados de corcho quemado. Todos, grandes y chicos, improvisaban con entusiasmo, porque lo importante no era la perfección del disfraz, sino la transformación que provoca la mascarita y estar listos para el baile tan esperado del Casino del Batallón.
En canastos de mimbre o bolsos repletos de sándwiches de miga, u otra comida fría para este sábado a la noche, algunas monedas en el bolsillo para comprar las bebidas, la espumosa Schlau para los grandes y gaseosas de aquella época, La Social o la rica Bidú Cola para nosotros. Arrancamos temprano, en tropel, para conseguir una buena mesa en la pista de baile.
Las mesas y sillas de lata plegables chirriaban al acomodarse en el piso de baldosas gastadas, los primeros sonidos que preanunciaban el ya pronto inicio del baile.
El ambiente, a medida que la noche avanzaba, se iba llenando con una mezcla de tangos, D’Arienzo, Troilo o Varela, pasodobles de otros tiempos, boleros románticos, interrumpidos en el apogeo de la fiesta por Los Wawancó empezando con “La Burrita” o Los 5 del Ritmo con alguno de sus merequetengues pegadizos.
Los más chicos, alrededor del baile de adultos, nos divertíamos con juegos menores, tirando agua perfumada que olía a perfume barato, papel picado de un color azul grisáceo, que flotaba como confeti mágico, o serpentinas de papel que se nos enredaban en los dedos o se nos escapaban sin desenrollar, golpeando a alguien sin querer.
Los más atrevidos hacían uso de los pomos, arma codiciada para esa noche; los llenabas en cualquier canilla y tenías agua sin sufrir el agotamiento del sachet de agua perfumada. Nunca Bombuchas, terminantemente prohibidos, prohibición santa para nosotros.
Mientras tanto, los grandes, algunos transformados por sus disfraces ingeniosos, otros con toda la elegancia que sus roperos podían entregar, bailaban en la pista iluminada. Las mascaritas que iban desde la elegancia de una dama de organdí vaporoso hasta la creatividad de un disfraz de espantapájaros, todo un abanico de identidades efímeras bajo las lamparitas de colores.
La noche, como todos los sueños felices, terminaba siempre demasiado pronto para nosotros, si bien ya casi amanecía, con la elección solemne, medio en broma medio en serio, del mejor disfraz de la noche, un honor que casi siempre recaía en alguna dama antigua o un hada, disfrazada con más ingenio que presupuesto real.
Cansados hasta los huesos, pero con el corazón todavía vibrando de risa y música, regresábamos a casa en la noche estrellada, la cara enrojecida por el sol del día y el cabello lleno de papel picado.
Abríamos de par en par puertas y ventanas para que el fresco de la noche entrara libremente, encendíamos espirales contra los mosquitos que dibujaban figuras mágicas de humo aromático en el aire quieto, y nos dejábamos caer rendidos en las camas destendidas o en el piso fresco, sin la menor preocupación por el negro del corcho pegado en la cara, testimonio de la fiesta vivida.
Así era el carnaval irrepetible en Borghi, nuestro Borghi de la infancia: desordenado, ruidoso, gloriosamente lleno de agua y risas desbordadas, un pequeño caos mágico de verano que, inexplicablemente, nos hacía sentir intensamente, profundamente vivos.

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