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muchacha

Que cosa más deliciosa es sentir los últimos rayos de sol bajo el rostro,
 
no puedo negarlo,
 
me consume la boca y se desliza por mi garganta
 
como si fuesen gotas intensas de azúcar quemada.
 
El atardecer me recuerda al color caramelo fundido entre nácar
 
y se mece con sus hojas violentadas de suspiros.
 
Si empieza a anochecer sinceramente siento que todo el torbellino cambia
 
que la quietud es más austera, y que eso le da valor a lo verdadero.
 
Es por eso que cuando miro mis manos,
 
cuando miro la sombra mía, me vuelvo a acordar
 
que no importa que sea baja o flaquita, idiota, mezquina, risueña
 
que jamás seré una ganadora de top models ni me interesaré por serlo
 
que la ropa que llevo en algún momento quedará de lado al anochecer
 
y me despojaré de aquello que me sostiene para poder vivir con el mundo
 
porque siempre, siempre recuerdo que tengo un corazón que florece,
 
un corazón que para sorpresa de muchos, cabe dentro de mis pulmones de niña que no sabe de tamaños.
 
Aunque me asfixie la monotonía de la que se me acusa tener que soportar,
 
cantaré con una sonrisa de oreja a oreja los temas de Camelo y será:
 
“é de se entregar a sorte e todo mundo vai saber em ver que o vai e vem pode ser eterno”.
 
Todo esto, tantito más,
 
porque me aburrí de la longevidad con miedo,
 
quiero algo color etéreo que estalle tal como si fuera eta carinae.
 
Ah,
 
no sé que tiene de especial todo, pero lo es.
 
La noche es mágica y me sirve como nuevo aliento.
 
Nos traspapelamos con las miradas de los transeúntes en el diario vivir,
 
algo que nos quede para recordarnos, permitirnos hacerlo
 
como si fuéramos pajaritos en un nidal hecho de las cosas que más nos gustan,
 
satisfechos de sabernos nuestros,
 
arropados con la piel nuestra, con la luna que te mece,
 
cerrando los ojos, tomando con delicadeza la madera interna.
 
Soy una muchacha de hombros pequeños que se escondió entre las hojas de los árboles, esperando que caiga el crepúsculo.

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