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¡Ay, pobre doña María, ella que no sabe nada! Su hijo, el de la piel manchada, a sueldo en la policía. Ayer, taimado y sutil,
Sombras que sólo yo veo, me escoltan mis dos abuelos. Lanza con punta de hueso, tambor de cuero y madera: mi abuelo negro.
Envenenada tinta habla de los mau-maus; negros de diente y uña, de antropofagia y tótem. Gruñe la tinta, cuento,
El Sena discurre circunspecto; civilizada linfa que saluda en silencio sacándose el sombrero.
El sol a plomo. Un hombre va al pie del organillo. Manigueta: «Epabílate, mi conga, mi conga...» Ni un quilo en los bolsillos,
Los negros, trabajando junto al vapor. Los árabes, vendie… los franceses, paseando y descansa… y el sol, ardiendo. En el puerto se acuesta
De tus manos gotean las uñas, en un manojo de diez uva… Piel, carne de tronco quemado, que cuando naufraga en el espejo,…
Elvio Romero, mi hermano, yo partiría en un vuelo de avión o de ave marina, mar a mar y cielo a cielo, hacia el Paraguay lejano,
¡De qué callada manera se me adentra usted sonriendo, como si fuera la primavera! (Yo, muriendo.)
Murió callada y provincial. Tenía llenos los ojos de paz fría, de lluvia lenta y lenta melodía. Su voz, como un cristal esmerilado… anunciaba un resplandor encerrado.
Te lo dije. Siempre te lo decía, porque no fue cosa de una vez. Ten cuidado, no jures que me amarás hasta la muerte,
Soldado, aprende a tirar: Tú no me vayas a herir, que hay mucho que caminar. ¡Desde abajo has de tirar, si no me quieres herir!
¡Yambambó, yambambé! Repica el congo solongo, repica el negro bien negro; congo solongo del Songo baila yambó sobre un pie.
Para hacer esta muralla, tráiganme todas las manos: los negros, sus manos negras, los blancos, sus blancas manos. Ay,
La vida empieza a correr de un manantial, como un río; a veces, el cauce sube, a veces, el cauce sube, y otras se queda vacío.